Un municipio perdido de una
provincia olvidada, en aquel mes de mayo de 1935. Campos de cebada, pinares con
resina, el canto de un milano junto al río. Amanece entre soles, la aurora se
despereza.
Ante la llegada de esa escuela ambulante que recorriera uno a uno
los pueblos de España, allá por tiempos de la República, la plaza mayor se ha
vestido de teatro. A los más pobres, a los más escondidos, a los más
abandonados. Bajo ese lema, un grupo de maestros perteneciente a las Misiones Pedagógicas, acerca la cultura
a tierra adentro. Traen guiñoles, mapamundis, conciertos de dulzaina; la
réplica de un cuadro titulado Las Meninas
que está en un museo con nombre de prado. Y lo mejor: ese invento llamado cine,
que proyecta a la gente sobre una pantalla.
Hay lleno absoluto. Ni siquiera la radio en domingo de fútbol
convenció nunca a tantos. Los hombres cierran la siega antes de alcanzar el
mediodía, doña Cirila guardará su calceta para mañana y los niños -siempre
niños- sonríen ante esa ventana al mundo, amenizada por los compases de un
gramófono. Es un milagro; es el milagro de la cultura.
Cautivado por la idea de dar continuidad a esa iniciativa, don
Etelvino ha alquilado un proyector para inaugurar en los bajos de su casa la
primera sala de la comarca. Absorto de ilusiones, tampoco precisa demasiado. Si
acaso un nombre: Cinema Agapita, por
el amor que profesa a su esposa. Dos horarios: matinal y de tarde. Tres
precios: butaca, silla propia o de pie. Y aun cuando la mayoría pague su
entrada en especies, con acelgas, medio pollo, saquetes sin picadura o una
ristra de morcillas, él se siente pagado con la alegría de sus paisanos por
asistir a cada sesión.
Nota: Primeros párrafos del relato titulado Cuando a Dios le gustaba el cine, incluidos en la Microantología del Microrrelato III (Ediciones Irreverentes).
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