sábado, 6 de octubre de 2012

Compartiendo una palabra


Cada mañana, como cada mañana desde que la conoció, mi abuelo daba a mi abuela los buenos días regalándole una palabra. Y así, en cada despertar, le dedicaba un nuevo diccionario interpretado a su libre albedrío:
Adulto: Persona a la que los niños tratan de usted.
Amanecer: Primer milagro del día.
Amor: Aliño, aglutinante, levadura. Especia que hace posible ese menú extraordinario llamado vida.
Circo: Lugar donde suceden los milagros.
Conciencia: Voz interior que nos recuerda qué hicimos mal y lo que es mucho peor qué hicimos bien.
Desierto: Kilómetros y kilómetros sin un árbol. No confundir con desamor: kilómetros y kilómetros sin una ilusión.
Discreción: Virtud consistente en no hablar demasiado, pues puede que a tu enemigo le interese lo que digas.
Éxito: Vivir de lo que te gusta.
Honestidad: Anteponer los ideales a los intereses.
Humildad: Don por el que no me siento más que nadie ni menos que ninguno.
Inteligencia: Vivir donde te va bien.
Odio: Sentimiento más alejado de la ley natural porque nace, crece y se reproduce, pero le cuesta mucho morir.
Pasión: Epidemia de cariño.
Pacer: Forma verbal de la palabra paz.
Perfección: Estado que solo alcanzas cuando alguien se enamora perdidamente de ti.
Previsión: Tenerlo todo pensado para cuando no haya nada que pensar.
Suerte: Querer ser lo que soy… y si es posible, contigo.
Sufrimiento: Padecimiento carente de humildad. Siempre somos nosotros quienes más sufrimos en el mundo.
Vida: Periodo de tiempo entre nacer y morir que llenamos a base de casualidades.
Cierta tarde de invierno, mi abuelo marchó. Su corazón, cargado de verbo y emociones, prefirió detenerse antes que dejar de amar. Sucedió entre los blancos de algún hospital, justo cuando la abuela reposaba en casa tras otra noche a su vera. Un médico informó a mis padres, a mis tíos, al resto de la familia. Pero, ¿quién se lo dirá a ella?
Quizá por ser su nieta mayor o por esos caprichos que tiene el destino, dicha tarea me acabó tocando a mí. Ni siquiera hizo falta hablar. Su instinto se anticipó a mi llanto y con voz templada, después de consolarme con un beso, afirmó:
-     Se ha ido mi compañero.
Entonces fui yo quien descubrió el verdadero significado de aquel vocablo: compartir.
Mis abuelos pasaron toda una vida contándose amaneceres, desiertos, pasiones... Construyendo día a día los pilares de su propio diccionario. Y cómo no, compartiendo con cada despertar la magia de una palabra. 

Nota: Relato perteneciente al capítulo Cruce de caminos, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un pedacito precioso y de un precioso libro.

Un beso.

Ana

Manuel Cortés Blanco dijo...

Muchas gracias, Ana. Ciertamente reinventar el significado de las palabras es una de mis debilidades.
Y otro tanto opino de los retazos de vuestro blog.
Mil sonrisas, mil y un cuentos.