Las campanas tienen tras de sí una larga historia.
Los chinos fueron los primeros en usarlas, allá por el tercer milenio antes de
Cristo, para convocar al pueblo a actividades públicas: apertura de mercados,
asambleas de vecinos, custodia de reos en cualquier comitiva... A ellos les
siguieron los egipcios, los romanos y un sinfín de civilizaciones que hicieron
de sus sonidos todo un sistema de comunicación. En nuestra era, la cultura
cristiana no tardó en asimilarla a los monasterios, siendo consideradas desde
la Alta Edad Media una consuetudo beatísima monachorum -santa costumbre
de los monjes-. Se otorgaba así a ese instrumento tan práctico un componente
sagrado, que incluso le permitía esparcir con sus toques propiedades divinas.
Las campanas tienen vida propia. Cantan cuando
repican, lloran si están doblando, voltean antes de misa, anuncian con alegría
los partos de la aldea, duelen en el réquiem de un difunto... Ubicadas en el
vértice del horizonte, no encuentran rival en otro medio para transmitir un
mensaje a sus vecinos, para acompañar en los actos de grupo. Hay toques del
alba, de tente nube -esos que alejan tormentas-, contra las brujas, a
mediodía, en la oración, a rebato, a consejo, a fuego, a mortijuelo, para
soltar el ganado. Y así sin prisas,
a través de sus tañidos, miden los tiempos del hombre en el campo.
Las campanas tienen nombre y apellido. El
primero se lo da quien la bendice antes de subirla a lo más alto, según reza la
Sagrada Congregación de Ritos: se lava con agua bendita, el ofertante hace
en ella una cruz con óleo de los enfermos y se bendice bautizándola con un
nombre de santo. El apellido lo pone el pueblo. De modo que encontramos la habanera,
venida de Cuba tras el desastre en aquella guerra; la negrita, color
tizón desde que un incendio azotase la iglesia; la sardinera, por
advertir de los días de vigilia en los que no se puede comer carne; el
aguijón, la más pequeña, que cita a los monjes del convento a la hora de la
siesta.
Las campanas tienen padre. Maestros fundidores
de hábito itinerante que callan celosamente la fórmula al saber que su
sonoridad depende del mimo con que se fabrican. Durante esa fundición combinan
al miligramo cobre, estaño, níquel, plata… Y el secreto mejor guardado: boñigas de las caballerizas que, además
de consistencia, proporcionan un tono más limpio. En otro gesto cargado de
simbolismo, hay quien añade alguna moneda -más de latón que de oro- a fin de
atraer fortuna. Luego la firman. Me fecit. Me hizo, permitiéndose
la licencia de añadir una inscripción.
Y por supuesto, las campanas también tienen
campanero. Unos hombres entre artistas y artesanos que las tocan con clemencia,
equiparando su sonido a la voz de Dios.
Nota: Texto perteneciente al capítulo Cuando callan las campanas, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.
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