martes, 12 de marzo de 2013

Cuando callan las campanas


Las campanas tienen tras de sí una larga historia. Los chinos fueron los primeros en usarlas, allá por el tercer milenio antes de Cristo, para convocar al pueblo a actividades públicas: apertura de mercados, asambleas de vecinos, custodia de reos en cualquier comitiva... A ellos les siguieron los egipcios, los romanos y un sinfín de civilizaciones que hicieron de sus sonidos todo un sistema de comunicación. En nuestra era, la cultura cristiana no tardó en asimilarla a los monasterios, siendo consideradas desde la Alta Edad Media una consuetudo beatísima monachorum -santa costumbre de los monjes-. Se otorgaba así a ese instrumento tan práctico un componente sagrado, que incluso le permitía esparcir con sus toques propiedades divinas.
Las campanas tienen vida propia. Cantan cuando repican, lloran si están doblando, voltean antes de misa, anuncian con alegría los partos de la aldea, duelen en el réquiem de un difunto... Ubicadas en el vértice del horizonte, no encuentran rival en otro medio para transmitir un mensaje a sus vecinos, para acompañar en los actos de grupo. Hay toques del alba, de tente nube -esos que alejan tormentas-, contra las brujas, a mediodía, en la oración, a rebato, a consejo, a fuego, a mortijuelo, para soltar el ganado. Y así sin prisas, a través de sus tañidos, miden los tiempos del hombre en el campo.
Las campanas tienen nombre y apellido. El primero se lo da quien la bendice antes de subirla a lo más alto, según reza la Sagrada Congregación de Ritos: se lava con agua bendita, el ofertante hace en ella una cruz con óleo de los enfermos y se bendice bautizándola con un nombre de santo. El apellido lo pone el pueblo. De modo que encontramos la habanera, venida de Cuba tras el desastre en aquella guerra; la negrita, color tizón desde que un incendio azotase la iglesia; la sardinera, por advertir de los días de vigilia en los que no se puede comer carne; el aguijón, la más pequeña, que cita a los monjes del convento a la hora de la siesta.
Las campanas tienen padre. Maestros fundidores de hábito itinerante que callan celosamente la fórmula al saber que su sonoridad depende del mimo con que se fabrican. Durante esa fundición combinan al miligramo cobre, estaño, níquel, plata Y el secreto mejor guardado: boñigas de las caballerizas que, además de consistencia, proporcionan un tono más limpio. En otro gesto cargado de simbolismo, hay quien añade alguna moneda -más de latón que de oro- a fin de atraer fortuna. Luego la firman. Me fecit. Me hizo, permitiéndose la licencia de añadir una inscripción.
Y por supuesto, las campanas también tienen campanero. Unos hombres entre artistas y artesanos que las tocan con clemencia, equiparando su sonido a la voz de Dios.

Nota: Texto perteneciente al capítulo Cuando callan las campanas, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.

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