A
menudo los dolores de otros acaban siendo los nuestros, con independencia de su
naturaleza. Los hay físicos, como el de ese dedo que rabia después de recibir
un martillazo. Químicos, como un ardor de vientre que no cede al bicarbonato.
Espirituales, de los que hablaran en el convento como forma de santificación.
Previsibles, cual esa cefalea de quien bebe en exceso. Inesperados, recordando
la tarde que te fuiste. Inteligentes; ¿cómo convertir esta sensación en
esperanza?
Aun
siendo de tantos, me duele; ¡y me duele a mí! Ni más, ni menos... Quien compara
sufrimientos, se equivoca.
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo Arribando a la costa del cacao, incluido en mi libro Mi planeta de chocolate.
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