Amparo fue la más tardona de entre
sus hermanas a la hora de caminar. Quizá por ello ahora vive tan deprisa, como queriendo
recuperar algún tiempo perdido. Siempre por encima de sus miedos, acostumbra a
darse permiso para no ser perfecta. En constante estado de crisis, absuelve en
el olvido sus errores. Y así, como un reloj que marca las horas a destiempo,
disfruta del lujo de poderse equivocar. Estudió bachillerato en Villaguasa de
Matacán, ese lugar vecino a Puerto Nuevo de las Cerezas que fuera cabeza de
partido, conocido como el pueblo de las tres verdades. Un ejemplo reseñable
dentro de nuestra geografía, repleta de toponimias que desbordan engaños. Es
villa porque, en efecto, tiene algunos privilegios que la distinguen de otras
aldeas. Entre ellos, uno francamente extraordinario: que todas sus frases
-aunque no lo parezcan- comienzan con un sí. Por supuesto, tiene guasa, pues
nadie aventaja a sus vecinos en sentido del humor. Todavía recuerdan algún
dolor de tripa por tantas risas, que llegó a ser confundido con un ataque de
apendicitis. Y es que vida sin humor no es vida. Por último, el apelativo
Matacán -de mata can- proviene de la
ubicación del municipio sobre un antiguo lebrero, donde las liebres eran tan
veloces que acababan reventando a los perros. Otra localidad con pájaros en los cables, setas comestibles, caracoles
cuando llueve, mermelada de mora en septiembre... Aunque para su fastidio,
ningún caballero andante se parara en ella a la hora de descansar.
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo El bosque de los arrayanes, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.
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