Mi sobrina Paula acaba de pasar sus
vacaciones en la playa. Estuvo en Salou con sus papás, el mismo destino al que algunos
agostos nos escapábamos en nuestro SEAT-600. Aun sin ser la primera vez
que ve el mar, cada ocasión le parece la última: corre, grita, lo toca, lo besa.
Se baña con sus olas, construye montones de arena, entierra con una pala los
pies de mamá. A pesar del calendario, muchas cosas siguen siendo las mismas.
Por eso, ayer le hice
preguntas relacionadas con aquello que acaba de ver. La primera, sencillita: ¿por
qué el mar tiene sal? Su respuesta sorprende.
- Porque si tuviese vino, los peces estarían borrachos... Y si hubiera café, no se vería nada, las ballenas se desvelarían y no podrían dormir.
Metidos en faena, sigo con
mi cuestionario: ¿por qué hay tanta agua? En esta le he pillado; no la sabe.
Contesta por si acaso.
- Alguien se dejó el grifo abierto.
¿Y por qué luce de color
azul? Estoy especialmente interesado en saber su teoría.
- Lo iban a pintar de rojo pero se quedaron sin pintura. Luego dijeron que verde... y tampoco había. Entonces, ¿qué colores quedan? Solo azul. Y lo pintaron de azul.
Cada vez me gusta más este
juego. ¿Por qué el mar tiene olas?
- Porque se mueve mucho, no sabe estar
quieto... como Andrea -y señala a su hermana.
¿Por qué hay arena en la
playa?
- Para que podamos hacer castillos... para que pongamos la toalla y notemos blandito el suelo. ¿Te imaginas que estuviera llena de pinchos?
Ahora no puedo hacerlo. Al
lado de Paula, la imaginación está siempre de su parte.
Una última pregunta antes de
terminar: ¿qué es lo que más te gusta del océano?
- Las sirenitas.
Las sirenas no existen. Se
lo hago saber. Entonces ella me reprende.
- ¿Cómo que no? Si estuvieras más atento las
habrías visto. Son las que hacen las olas.
Lleva razón. Quisiera ver muchas cosas
desde el prisma de un niño. No renunciar a su Magia, a sus detalles. Sin que
nadie robe sus sueños o ponga pistolas entre sus juguetes.
Paula, como tantos
chiquillos, está en edad de sorprenderse, de sorprendernos. Tiene pleno
derecho. Sin envidias ni dobles intenciones; y lo más importante para ella: sin
dejar de jugar.
No hay duda: cada vez que
una sirenita sonríe, nos regala una ola. ¡Mira que no darme cuenta!
Nota: Párrafo perteneciente al relato Aquella bicicleta de Seyyid, incluido en mi libro Cartas para un país sin magia.
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