La
memoria se convierte en esa despensa que llenamos con vivencias, vividas o no,
para constatar que hubo un tiempo en que fuimos felices. Al igual que la
rebeldía se erige en patrimonio del joven, los recuerdos consolidan un derecho
del adulto. Y es que cuando algo importante nos ocurre, ocultarlo equivale a
mentir.
En
esa despensa persiste el derecho de admisión. Y desde su ejercicio, diluimos en
la anécdota aquellos pasajes que puedan dañarnos, embelleciendo los hechos en
su narración.
Además,
hay muchas cosas que únicamente entiendes cuando las repasas, no cuando
sucedieron. Los años aportan esa perspectiva que permite ver el bosque sin que
lo tape su arbolado. Desde mi madurez he perdonado a quien nunca perdonaría, he
aprendido que lo importante en un baile es bailar y no quejarse de que te
pisan, he mirado atrás sin dejar de mirar hacia delante. Absolví tantos
errores, conviví con mis pecados. Incluso me he cerciorado de que el día en que
la vida pase cuentas, no le pueda pagar.
Gracias
a esas experiencias, el hombre va forjando su identidad hasta reubicarse por
completo. Si no soy yo, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?
Me
siento latino, y si embiste el olvido lo toreo...
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo titulado Mi vida después de ti, incluido en mi libro Mi planeta de chocolate.
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