Una de las palabras que caracteriza a la condición
humana es el verbo celebrar. Y hoy 21 de marzo, coincidiendo con el inicio de la primavera
festejamos –entre otros- el equinoccio estival en nuestro hemisferio, el Día Mundial de la Poesía –¡qué bien si
lo fuese a todas horas!-, el Día
Internacional del Color –ojalá salga el arcoíris para recordárnoslo-, el Día Forestal Mundial, el Día Internacional para la Eliminación de la
Discriminación Racial, el Día del
Síndrome de Down… Y tras un largo etcétera de aniversarios, el Día Internacional de la Narración Oral
que tanto le gusta a papá.
Incluso existen unos grandes almacenes que anuncian
el comienzo de esta nueva estación, y que si por ellos fuera sería todo el año
primavera con tal de que les compremos.
En cada celebración mostramos lo mejor de nosotros
mismos, rendimos homenaje a algo o a alguien, revisamos desde su ejemplo
nuestras conciencias y –si hay suerte- acabamos comprando dulces en una
pastelería, que es uno de esos sitios en los que comas lo que comas, te va a saber
bien.
A mi abuela Rosita le encantan los milhojas de merengue. Ella
tiene el don de convertir cualquier día de diario en un festivo. Y así me baña,
me seca, me pone el pijama, me da la papilla, me sonríe… pero sobre todo me
enseña que la vida –a pesar de los pesares- está llena de motivos para
felicitarnos.
Nota: Párrafo perteneciente al relato titulado El primer tulipán, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
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