Releyendo este párrafo de mis Catorce lunas llenas, hoy México lloro junto a ti.
"A las 15:33 horas del sábado 23 de junio de 2001 –cuando los momentos se recuerdan con detalle es porque en ellos nos sobraron emociones-. Un terremoto tremendo sacude aquella zona del país, sembrando también el pánico en toda la región. No hay señales de apaciguamiento. En apenas un segundo todo se viene abajo, derribando incluso lo ya derribado. Los sistemas de comunicación se han cortado; pasará algún tiempo hasta que alguien del exterior sea consciente de la magnitud de la catástrofe. Una cámara de vídeo sigue grabando para contar esta historia, mientras al lado yace el cuerpo de algún reportero. Asistimos a otro choque frontal entre la fuerza de la Naturaleza y las debilidades del ser humano. Si etimológicamente desastre significa fuera del control de los astros, porque solo queda rezar para que no nos toque a nosotros, resulta evidente que estamos ante uno de ellos.
A la devastación que produce cada réplica se suman
los estragos del tsunami posterior: más de 240 muertos, 17.500 casas
destruidas, 320.000 personas afectadas –cuando las cifras se recuerdan con
detalle es porque en ellas nos faltaron las palabras-… En esas circunstancias,
¿dónde queda la ciudad? Aquel temblor de tierra inutilizó la mayoría de los
abastecimientos de agua existentes, arrasó con el tendido eléctrico, demolió
los servicios de asistencia sanitaria, arruinó demasiadas esperanzas. No podría
ser peor.
Para bien o para mal, estos desastres movilizan lo
mejor y lo menos bueno de nosotros. Individualmente solemos reaccionar de
manera tardía ante tales situaciones, pues nuestro cerebro no acepta lo que
sucede. Con frecuencia apenas sentimos nada, ni siquiera miedo. Y en esa
situación de bloqueo tomamos decisiones precipitadas en las que la diferencia
entre acertar o fallar puede ser la vida o la muerte...".
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