jueves, 17 de septiembre de 2009

Mil soles, una luna

Hubo un tiempo en el que la Tierra tenía miles de soles.
El cielo estaba repleto y pese a la hermosura del paisaje, la vida se tornaba inaccesible. Por un lado, nuestro planeta andaba perdido tratando de cuadrar tanto movimiento de traslación; por otro, esos rayos azotaban su superficie convirtiendo en secarrales el menor atisbo de mar.
Además la luz no se tomaba un segundo de respiro. Al igual que en los mapas de verano, siempre lucía algún sol.
Dios se percató de tal circunstancia, decidiendo crear la noche. Con ella los soles descansarían y la Tierra quedaría aliviada de tanto y tanto calor.
Para que su oscuridad no fuese completa, decidió pintarle una luna. Y así nuestro mundo comenzó a caminar. La mitad del tiempo para el día con sus mil soles; la otra mitad para la noche, con su luna.
Los primeros eran muy simples. Despiertan con el alba, repiten de este a oeste su recorrido y se acuestan al atardecer. ¡Pura monotonía!; lo mismo cada veinticuatro horas.
La Luna, por el contrario, luce más sofisticada. Cada noche despunta con un nuevo atuendo. Mesa los cabellos, almidona la blusa, pone carmín en sus labios. Le gusta sentirse viva, saberse cambiante.
Una tarde, poco antes de anochecer, esa Luna asoma en la distancia. Los soles todavía no se han acostado. La ven y quedan ensimismados por su hermosura. ¡Qué belleza!
Tratarán de enamorarla. Pero así, siendo tantos, no podrá prestarles ninguna atención. De modo que acuerdan un pacto de caballeros: cada amanecer saldrá sólo uno de ellos para dar luz a la Tierra, intentando conquistarla en ese objetivo. Uno, y otro, y otro... hasta que aquella esfera que preside la noche se rinda al encanto de alguno.
Por eso, si bien todas las mañanas el Sol asoma igual, resulta siempre distinto. El de hoy no es el de ayer ni tampoco el de mañana, aunque en apariencia se vean tan similares. Cada madrugada amanece uno nuevo.
Sin embargo, con la Luna ocurre lo contrario. Cada noche se muestra diferente, mas es siempre la misma. Cada atardecer florece de una manera, en uno de sus ciclos. La de hoy fue la de ayer y será la de mañana, pese a no parecerlo. Unas veces crece, otras decrece, se muestra en plenitud o se esconde tras el horizonte.
Mil Soles en busca de una Luna.
Suena a juego de magia.

Nota: Relato incluido en mi libro Cartas para un país sin magia, del cual se sortearán entre el 21 y el 30 de septiembre dos ejemplares en la web literaria Abretelibro.com.

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