lunes, 5 de noviembre de 2012

Paraguas en Kigali


Kigali, capital de un país diminuto llamado Ruanda, junto al bazo de África Central. Patria de las mil colinas, inmersa en la región de los grandes Lagos. Naturaleza a lo largo, a lo alto y a lo ancho, donde campan sin medida los cuatro elementos esenciales: tierra virgen, agua aún no bebida, fuego perenne, aire por respirar. Aquí no hay estrés, ni crisis ni nada. Solo tiempo. Parques naturales regalando fotografías de ensueño dan cobijo a una fauna extraordinaria. Miles de especies, millones de animales: impalas, linces, búfalos, damaliscos... Y entre ellos, sus gorilas. Desde que sé que la niebla en la que viven son nubes pegadas al suelo, me gusta la niebla.
Una marisma de cafetales sostiene su economía, a sabiendas de que aquí el café no se bebe; se exporta. Por eso, mientras Ruanda duerme, Occidente contiene con somníferos los efectos de tanta cafeína. También hay té, minerales, batata, caucho, mandioca… Nada se consume; simplemente se exporta. Una tormenta borracha de truenos da luz a la noche. Y la lluvia -en forma de cascada- pinta el día de arcoíris, anticipando el camino a algún tesoro escondido.     
Kigali, ciudad donde la vida llega entre dolores de parto, donde la pobreza agudiza la necesidad de poco, donde el futuro de los niños será siempre hoy. Un hormiguero de supersticiones incapaces de caber en una fórmula… Un avispero de enfermedades que asume la muerte como forma de vida… Un hipódromo tocando arrebato para los cuatro jinetes del Apocalipsis: nacer con hambre, vivir de hambre, morir por hambre y -el peor de ellos- sentirlo. Y en su corazón, pintado de cien colores, el Mercado de Artesanos donde todo tiene un precio; solo falta que alguien lo pague.
Kigali, testigo a lo largo de la historia del odio entre sus pueblos. Hutus por un lado, tutsis por otro. Carnets étnicos catalogando a la gente en función de sus rasgos, partidos políticos que se sostienen sobre bases genéticas, gobernantes animando al genocidio:
-    Que no quede nadie vivo, y mucho menos los niños.
Odiamos cuando no queremos sufrir y no se puede olvidar.
E incluso diez mandamientos hutus que avalan la sinrazón: el segundo establece por decreto que sus mujeres son más hermosas, el octavo les ordena no tener compasión por otras razas. Si no fuera por los hombres, este país sería el paraíso...

Nota: Texto perteneciente al capítulo titulado Cien paraguas al sol, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.

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