Bagdad
quiere decir regalo de Dios; quizá por ello sea una ciudad hecha a base
de oraciones. Cruce de caminos a orillas del río Tigris, ha sido epicentro de
la cultura árabe, atesorando a lo largo de los siglos un patrimonio
excepcional. Amalgama de pueblos y tradiciones, de siempre ha causado
admiración entre quienes la visitan. De ahí sus calles transitadas, los zocos
llenos de especias, tantas alfombras, el bullicio en su medina, la sedería.
Todo admirable, como aquello que nunca volverá a repetirse.
Quien
acuda a sus mercados a comprar, vender, ver o dejarse ver, recuerde el arte del
regateo; un artículo no vale nada hasta que no se vende del todo. Que ignore los elogios infundados, pues el traje de los
aduladores le calza bien a cualquiera. Y que huya de las imitaciones; puede que
sea un negocio, pero nunca una inversión. La seda fina desliza por el hueco de
un anillo, las piezas de lapislázuli no destiñen al mojarlas y la aguamarina,
zafiros o similares han de tratarse con tacto exquisito. Las piedras preciosas
siempre han sido femeninas; lo masculino son los pedruscos.
En ese
espacio no se habla, se vocea. Sus precios pretenden vaciar los almacenes, no
los bolsillos. Y jugar a lo barato acaba saliendo caro. Por eso cualquier
compra supone una aventura… Aunque sea pequeña.
Liberados
de urgencias almorzaremos beram -arroz con ave-, basbusa -postre
de sémola- e infusión fría de karkadé, que no hay buen viaje que empiece
con el estómago vacío. Tras un paseo por la ribera del Tigris, alcanzamos el
Museo Arqueológico. Vasijas sumerias, estatuas asirias, tablillas de barro
grabadas por la escritura... Admirando semejantes maravillas lo tenemos claro:
el hombre es el vector principal en la transmisión de la cultura. Desde una
mezquita rebosante de azules, la oración del muyahidín pone poesía en tanta
prosa. Que no tengamos la misma fe no significa que no creamos lo mismo. Y al
epílogo de nuestro recorrido, bajo los acordes de un viejo tambur,
divisamos el palacio del califa; un guiño al paraíso entre mosaicos, vergeles y
minaretes, reivindicando su origen divino.
Músicos
ambulantes seducen instrumentos jamás oídos, encantadores de serpientes en
equilibrio inestable, trovadores, cantantes sin voz, poetas con palabra. La
sabiduría no se traspasa, se aprende. Alguien narra las pericias de Aladino,
de Simbad, de Alí Babá y sus cuarenta ladrones… Si no eres como
un niño no puedes ver el cielo. Alguien proclama una historia fraguada en mil y
una noches a la tradición de la antigua Persia, que por algo es el suyo el idioma
de esos cuentos. Alguien escucha. Quizá algún viajero que no renuncia nunca a
llegar a su destino.
En la
trastienda de aquel desierto asoman dunas, dátiles, palmeras, camellos, haimas
bereberes transitando con lo puesto. La vida nómada obliga a pocas cosas, pero
todas funcionales. Un millón de oasis entre pozos petrolíferos que la codicia
convierte en pozos de deseo... en pozos sin fondo. Un país con el clima tan
seco que no hay sudor, mucosidad ni secreciones. Únicamente polvo. Y allá donde
estén dos reunidos con un balón de por medio, habrá un partido de fútbol.
Fútbol en estado puro convertido en mito, maravilla, deporte nacional. En
Irak todo es perdonable menos el gol...
Nota: Texto perteneciente al capítulo Goles de paz, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.
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