Leer permite
cambiar el foco desde el que miramos. Que no nos suceda lo que al pez: ¡que no
sabe que está en el agua hasta que no sale de ella! Si la realidad de fuera va
a seguir siendo igual, cambiemos al menos nuestra percepción. Te seguirán
pasando cosas, pero las observarás desde otro lugar.
Tampoco cabe
duda de que existe un lector para cada libro y un libro para cada lector. Al
final, unos y otros se acabarán encontrando. En dicha
relación, el hábito de leer
ha establecido sus propias normas: se trata de un verbo que repudia el modo
imperativo –no podemos conjugarlo sintiéndonos obligados-, que devoremos obras
no significa que digiramos todas, a las personas no les define tanto aquello
que leen como aquello que releen… Y, debemos admitirlo, hay veces
que no te salvan ni los libros de autoayuda.
Definitivamente, quien lee sabe más de la vida que
quien no lee.
De hecho, esa
vida constituye una sucesión de aciertos que siempre nos refuerzan y de errores
que no siempre nos enseñan, de rutinas insípidas combinadas con instantes que
acaban dejando un buen sabor de boca, de movimientos continuos ante los que
cuesta mucho fijar nuestras ideas. Que tengamos valores en ella tampoco
significa que todo valga. En ese aprendizaje, como en cada periplo en el que me
he embarcado, conté con la ayuda inestimable de una biblioteca. Porque leyendo,
al igual que tejiendo cuentos, se nos pasa el tiempo entre costuras
(María Dueñas): preparé mi maleta en once minutos (Paulo Coelho), estuve
despidiéndome cinco horas con Mario (Miguel Delibes), dimos la vuelta
al mundo en ochenta días (Julio Verne) porque nos dijeron que no serán
más de tres meses (Adrian Bell)… Y acabé recordando cada detalle durante cien
años de soledad (Gabriel García Márquez).
Luego me dio por escribir... Y fundé, entre otros, mi
planeta de chocolate, donde lucen cada noche sus catorce lunas llenas.
LEER es un verbo que rebosa magia. La misma que
permite imaginar prohibidos allá donde no hay ninguno, cabalgar sobre
unicornios hasta el origen del arcoíris, convertirnos en bucaneros, tatuarse
bajo la piel el sonido de la lluvia, sobrevolar en dragón los confines del
mundo, o compartir cualquier leyenda en esa fiesta del lenguaje llamada
Filandón.Nota: Párrafo incluido en el relato titulado La faena del leñador, incluido en mi libro Catorce lunas llenas.
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