No hay mejor indicativo de
que mi cuerpo progresa adecuadamente que el tamaño de los pies. Necesito un
número más cada dos meses. Por eso mis tíos me han hecho otro regalo tan útil
como valioso: un par de zapatos. En él he descubierto dos nuevas paradojas de ese
universo que rige ahí afuera. La primera, que cuanto más cómodos sean, mayor es
la sensación de andar descalzo… y la segunda, que pese a ser más pequeña, la
ropa de niño cuesta más que la de los grandes.
A su vez, del cuento de la Cenicienta aprendí que unos zapatos
pueden cambiar tu destino. Y además que con ellos ocurre lo que con la vida:
solo quien se los pone, sabe exactamente cómo le quedan.
Regalar es otro de esos
verbos que forman parte de la condición humana. De hecho, cuando me hablan de dinero, cambio de
conversación. La existencia nos viene regalada, la generosidad
constituye la base para ser felices, el amor lo damos gratis porque gratis nos
lo dieron... Y sé que alguien llamó presente al momento que vivimos porque, sin
duda, se trata de un regalo.
Nota: Párrafo perteneciente al relato El sabor del mar, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
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