La mayoría de los abuelos de hoy en día han criado a
dos generaciones de niños. Primero a sus hijos; luego a sus nietos. El ritmo
que impone la vida moderna obliga a nuestros papás a trabajar fuera de casa, y
esos abuelos –en muchos casos ya jubilados- se ofrecen a cuidarnos con toda su
ternura, con todo su compromiso, con toda su responsabilidad. En principio y si
las circunstancias lo permiten, este contacto añadido está lleno de beneficios:
consolida nuestros lazos familiares, integra a otras personas en las decisiones
que me afectan, refuerza ese proceso educativo, hace que nos conozcamos y
queramos más… Además son ventajas en ambos sentidos, porque mientras ellos me
cuentan sus secretos, yo les mantengo entretenidos. A su lado levanto
castillos, y pinto, y vemos fotografías, y meriendo rosquillas, y disfruto… Y
aunque no me compren tantas golosinas como otros, comprendo que lo hacen por mi
bien: para que tenga los dientes limpios, no me quite el hambre de lo
importante y –sobre todo- luego no me duela la tripita.
Para ser un abuelo estupendo conviene tener buen
oído, porque los bebes y los más pequeños se comunican casi siempre con el
llanto. No en vano se ha demostrado que la frecuencia a la que llora un niño
coincide exactamente con la que mejor percibe su mamá… y por extensión, con la
que mejor percibe la mamá de su mamá. También es importante que estén ágiles,
pues nunca nos cansamos de jugar; que tengan fuerza para levantarnos, ya que cada
día pesamos más… Y que sean pacientes, porque a veces –sin que sea nuestra
intención- damos más de un motivo para sacarles de quicio.
Sin embargo, sé también que para ser un abuelo
estupendo no hace falta proponérselo, ni pretender conseguirlo, ni consentirnos
todo, ni tan siquiera hacer cosas extraordinarias. Sé que esa aptitud no se
enseña, que es innata, que no hay manual de instrucciones, que va dentro de
cada cual. Sé que sus carantoñas no tienen precio, que no buscan
reconocimiento, que el mayor premio que puedo darles es mi sonrisa sincera. Por
eso mismo sé que los míos son estupendos, con mayúscula, negrita y en cursiva.
Porque me quieren, me escuchan, me acompañan, me cuentan… y conjugan a mi lado
un millón de presentes cargados de sencillez.
Nota: Párrafo perteneciente a mi relato El primer tulipán, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
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