A principios de los años setenta, mis padres adquirieron una finca en el municipio zaragozano de Osera. Sobre ella edificaron una casa, depositando en sus cimientos tantas ilusiones como hormigón. Montaron una huerta de colores -desde el rojo tomate al verde pepino-, aquel pequeño jardín, una balsa de riego que acabaría siendo piscina... E incluso le dieron un nombre: Villa Dorita, pues así se llamaba mi madre. Allí comenzamos a pasar cada fin de semana y la mayoría de nuestras vacaciones. Montaba en bicicleta, subíamos a las canteras, me zambullía en las aguas del Ebro... Y así también, poco a poco, fuimos participando en la vida del pueblo. Primero, desde su bar y sus tiendas; después junto a sus vecinos. Lo cierto es que aquella acogida derrochó hospitalidad y que acabamos haciendo verdaderos amigos.
Confieso que entre las oposiciones y los destinos a otras provincias, perdí muchos contactos que mis padres seguirían cultivando durante años. Hasta aquel fatídico mes de junio de 2002 en el que un accidente de tráfico, precisamente a las puertas de Villa Dorita, acabó llevándose a ambos.
Ese verano fue el último que estuve en Osera. La tristeza, la impotencia y una gran sensación de injusticia -el percance fue provocado por un conductor temerario- se apoderaron de mí, susurrándome que de momento debía marchar. Quizá ideé una fijación y, acertadamente o no, terminé haciéndoles caso.
Hace dos semanas confirmaba mi amistad por Facebook con la Biblioteca de Osera. Declaro sinceramente que me dio mucha alegría. Y más, saber que desde ayer parte de mi obra se encuentra entre sus fondos.
En el término municipal de Osera pasamos una parte importante de nuestra infancia. Allí, junto a mis padres, nos sentimos muy felices. Mis recuerdos de aquella huerta, de sus rincones, de tantos vecinos, resultan entrañables.
Puede que sea por la magia de los libros, pero que algunos de los míos estén en su biblioteca ha sido una primera y maravillosa forma de volver.
viernes, 29 de enero de 2016
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