Entre tanto, los murmullos se hacen gritos y la urbe
despereza. Hay una postal en cada esquina para miles de habitantes divididos
por sus vicios: unos en el círculo de los perfectos, otros en la fila de los
pecadores. A su lado, fábricas de amianto, palacios sobre piedra, almas con
guantes de lana. En efecto: guantes, gorros, rebecas y bufandas de pura lana
virgen. Sin remiendos, contra los sabañones. Que aun siendo primavera, el rocío
se sigue congelando.
Lejos quedan las penurias oficiales, tanta cartilla
de racionamiento, la saliva contenida ante una pastelería. Detrás de una
necesidad acampa siempre un derecho. Quizá por eso, hace tiempo que en España
nadie se muere de hambre. Una sensación mil veces peor que la del frío, pues no
la cura el buen tiempo. Sin embargo algunos, tal vez demasiados, lo siguen
sintiendo en sus entrañas.
No en vano, las bromas gastronómicas sacuden los
mercadillos, parafraseando con ironía cada programa de la televisión. A los
filetes de ternera les apodan Los intocables, ya que al precio que está
el kilo no hay paladar que los cate. A la merluza, por su escasez y señorío, Reina
por un día. Y al pollo, tan socorrido en tiempos de crisis, el Telediario,
pues al fin y al cabo nunca nos fallará.
Los comedores sociales sobreviven al amparo de una
legión de monjitas que doctoran sus normas a base de refranes: La comida
reposada y la cena paseada... Después de la leche, nada eches... De la mano a la boca se pierde la sopa...Y sin duda, el
más acertado: A falta de faisán, qué bien nos sienta
el pan.
Quien sabe cómo vivir, sabe vivirlo todo.
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo titulado La cola de los pobres, incluido en mi novela Siete paraguas al sol.
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