Hoy he pasado mi primer día en la guardería. Lo
admito: he llorado mucho, muchísimo. Tal vez porque no me lo esperaba. Cierto
es que mamá me despertó con más prisas y menos paciencia para tomar el biberón
nuestro de cada día –ella está convencida de que para comerse el mundo hay que
salir de casa muy bien desayunado-. Sin embargo, hasta que no puso mi mantita
sobre el jersey, salimos a la calle tan temprano y me depositó en brazos de
aquella monitora de la que nada sabía, no pensé que me abandonaba para siempre.
Dentro del recinto, la situación empeoró. Descubrí
que la puerta de entrada se ve muy ancha, si bien la de salida es tremendamente
estrecha… Y que sus ventanas permanecen cerradas para que no se escape un gramo
de nuestra ingenuidad. Sus habitantes son una suma incierta de destinos y
personalidades que se rigen por un sistema binario: las cosas ocurren una o
ninguna vez. Por eso unos ríen, otros lloran, alguno grita y la mayoría
sencillamente está. Los hay quien juega de continuo, quien lo hace solo con sus
normas, quien nunca juega a nada... Si peleas de mentira, no importa: un héroe
no es nadie sin sus enemigos. Y tampoco pasa nada si haces trampas, mientras
pongas cara de inocente. En definitiva, una legión de niños con batas de cuadros
rojos a los que comprendo perfectamente porque a ellos –como a mí- también les
dejó su mamá.
Nota: Párrafo perteneciente al relato titulado El más ruin de los ratones, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
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