En aquel pueblo zaragozano donde pasé mi niñez, había un maestro que aseguraba que él no quería chiquillos educados para su clase, sino niños nobles. De manera que -como buen aragonés- no enseñaba educación, sino nobleza. Y yo, siendo un alumno tan aplicado, considero que aprendí bien su lección.
Desde entonces, aun admitiendo que con frecuencia pudiera estar equivocado, procuré hacer de esa cualidad mi bandera de vida. Desde ella he tomado decisiones no siempre sencillas, e incluso a veces alguna dolorosa. Entre ellas, la que he refrendado en estos días al remitir a su presidente mi baja de una asociación a la que he pertenecido durante años y por la que sentía un cariño especial: la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas (ASEMEYA). Todavía recuerdo mi discurso de ingreso, allá por el mes de junio de 2008. Lo titulé El amor en los tiempos del cuento y -por el modo de exponerlo- creo que a todos les sorprendió.
Sin embargo, en este último año no estoy de acuerdo con la gestión que vienen realizando desde su página web: de la calidad del servicio, del importe que se paga y, sobre todo, de a quién se le paga. No quiero ni debo entrar en detalles, pues aquel maestro de pueblo también me explicó que las cosas no son siempre como a uno le gustaría. Ahora, eso sí, debo marcharme. ¡Nobleza obliga!
jueves, 13 de noviembre de 2014
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