Poco a poco voy descubriendo el mundo que me rodea. Y sin duda, una de las cosas que más me fascina es la variedad de sus colores. Está el rojo, el preferido de mamá. Dicen que se trata de un color de los llamados cálidos, ligado al poder, la vitalidad, la pasión, el optimismo o la ambición. En principio parece positivo, aunque a todos nos dé miedo caer en números rojos o que nos saquen tarjeta roja. También hay miles de azules, los favoritos de papá: celeste, turquí, marino, de cobalto, del amor. Pertenecientes a la gama de los fríos, se asocian más a la inteligencia que a los sentimientos. Simbolizan la simpatía, la eternidad, la armonía, la lealtad, la fantasía. Así son los príncipes de los cuentos, los cielos en el pueblo de abuelita, la piel de esos seres tan pequeños como divertidos llamados Pitufos… ¡Y mis ojos!, de modo que –por si acaso- iré tomando nota del proverbio: Los ojos azules dicen ámame o me muero; los ojos negros dicen ámame o te mato. Además existe aquel verde que encandilase a un poeta llamado García Lorca, los morados de mi osito Fidel, cientos de amarillos que convertidos en rayos de sol atraviesan mi ventana… Y por supuesto el naranja, el que más me gusta a mí, aunque yo le llame mandarina por ser la tonalidad de esa fruta. Es otro tinte cálido, asociado a la energía positiva, lo creativo, la felicidad. Porque como soñase aquel genio de nombre Vincent van Gogh, sin naranjas, la vida sería en blanco y negro.
Nota: Párrafo perteneciente al relato El murciélago de colores, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
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