Nuestro
siglo XXI es el siglo de los cambios. Ya no hay escritores, ni filósofos, ni
artistas. Ni siquiera sobrevivieron los inconformistas. Ante
cualquier compromiso preferimos escondernos en la masa, que es amorfa y apática
por naturaleza. En estos tiempos, son los padres quienes no quieren parecerse a
sus hijos. Si
no lo veo en Internet, no me lo creo. Las nuevas tecnologías se hacen viejas
enseguida. Y no vivo de sueños, sino de soñarte.
Antes
bebíamos de las fuentes; ahora del grifo. Antes lo preocupante era lo que
hacían los niños en la calle; hoy, lo que hacen en casa. Las
mascotas han sustituido a los hermanos: hurón, iguana, hamster siberiano...
Muchas plantas se han hecho carnívoras y muchísimas personas vegetarianas. Los
psicólogos han perdido la razón, los oftalmólogos siguen creyendo en el amor a
primera vista, los oculistas no miran más allá de lo que ven, los dermatólogos
se dejan la piel en cada consulta y los psiquiatras tienen precios de locura. A este ritmo, no hay
bien que cien años dure. Con la salud tan enferma, los
pacientes han perdido la paciencia. Quien no
sufre es porque reparte sufrimiento; quien hace trampas, gana… La vida va por un sitio
y nosotros nos empeñamos en que vaya por otro.
Además, tenemos contratos
basura con los que pueden echarte cuando quieran, comida basura que mata y engorda, telebasura a base de morbo. Y
últimamente demasiados amores basura que acumulan lo peor de lo
descrito. Anclados en los bares de nuestro corazón, uno acaba encontrando
cualquier cosa; incluso lo que busca. A menudo nos quedamos sin empleo en el
seno de un sistema que liga el triunfo personal al éxito profesional, y que en
tiempos de crisis muestra sus vergüenzas. Y aunque -por fortuna- no todos los
ojos lloran al mismo tiempo, estamos en una época en que es más probable que te
quiten la cartera que perderla.Nota: Párrafo perteneciente al capítulo titulado Desde las puertas del cielo, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.
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