Érase
una vez un trío de músicos ambulantes que viajaban de pueblo en pueblo: Lera al
clarinete, Lali con el violín y Lino desde el trombón. Cada día su furgoneta
destartalada llegaba a una plaza nueva. Aparcaban muy cerca de la iglesia,
almorzaban huevos fritos en el bar de los huevos fritos y empezaban a tocar. La
recaudación del platillo, sin ser exagerada, permitía ese nivel de vida.
Alguna
vez la guardia urbana solicitó sus permisos pero nunca tuvieron mayores
problemas; ¿o sí...? En una ocasión acabaron declarando en el cuartelillo
delante del sargento.
Aquella
mañana de febrero hacía mucho frío: apenas dos grados al sol y un viento
lacerante caído de las montañas. Era una aldea perdida, de esas que ignoran las
guías de viajes. Su plaza estaba vacía, sin ropa en los tendederos ni caños en
su fuente. No había jardines, chatos de orujo, perros en los vertederos. Lera
comentó algo sobre aquel lugar:
- Aquí
viven dos hermanas. Una reside al norte, en pleno bosque, y la otra al sur,
junto al río. No hay nadie más. Si queremos que alguien nos escuche debemos ir
a verlas...
Nota: Párrafo perteneciente a mi cuento titulado Que se llama Soledad, incluido en mi libro El amor azul marino. Está dedicado a todos esos amigos músicos con los que últimamente comparto vida. ¡Feliz Día de Santa Cecilia, Patrona de la Música!
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