En ese discurrir que marca
la vida, son muchas las personas que nos van dejando huella. Aquel sabio
profesor al explicar el universo con lentejas, un tal Miguel Labordeta
que descubrí en clase de Literatura, ese primo mío con el que comparto
confidencias, la hilandera de algún barrio de Kabul. Y es que hay gente que
tiene el don de transmitirnos parte de sí mismo.
Resulta evidente que algunos
más que otros; y que hubo quien me enseñó de tal manera su lección que jamás la
olvidaré. Así ocurrió con mi primera
maestra. La señorita Charito, a pesar de la redundancia, fue quien nos detalló
el proceso de la concepción humana en aquella aula de segundo de EGB -la antigua Educación General Básica-. Solo a los pequeños, eso sí, que por
entonces las niñas iban a otro colegio:
- Imaginaos
que papá coge una semilla de melón y la pone en la tripita de mamá. Luego la
riega, le da mimos, le hace carantoñas... cada noche durante nueve meses, hasta
que nace un precioso bebé.
Reconozco que aquella
explicación me impactó de tal modo que siendo como éramos cinco de familia, sin
posibilidad de compartir más espacio en el dormitorio, cada vez que mi madre
ponía en la mesa una pieza de aquella fruta me afanaba por retirarle las
pepitas:
- ¡Que
no las vea papá –les decía a mis hermanos-, o nos veo durmiendo en el pasillo!
Nota: Párrafo perteneciente al prefacio titulado Un relato en mi chistera, incluido en mi libro Cartas para un país sin magia.
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