A lo largo de mi vida he conocido a muchos de ellos en diferentes lugares, aglutinando una característica común: son personas a las que les han arrebatado todo, incluida en muchos casos su propia identidad.
Durante mi primera experiencia trabajando en un campo de refugiados, allá por 1996 en territorio de la Antigua Yugoslavia, escribí estas líneas en mi libro Cartas para un país sin magia. Con ellas solo pretendo hacer una aproximación a este drama que, impasible, sigue creciendo en nuestros días:
En mitad de la incomprensión que susurran las balas, cuesta entender que el mundo siga adelante; el sol amanece a su hora, las sirenas esbozan nuestro miedo, el pulso no se detiene por nadie. Lo realmente difícil de asimilar es que tú también continúas. No queda otro remedio.
Un año después de rubricarse los acuerdos de paz, la tarea es precisa, aun sin estar exenta de peligros. Sigue habiendo francotiradores en las buhardillas, reproches encerrados entre las barras de pan. Hago un símil con los virus: lo más pequeño es lo más incontrolable.
Tomamos
carretera hacia Medjugorje. De siempre me gustaron las ventanillas, aun cuando
no tengan culpa de lo que puedan mostrar. Lo importante no es lo que entra por
los ojos, sino aquello que atraviesa el corazón.
Los kilómetros hasta nuestro destino se
convierten en una sucesión interminable de granjas derruidas, iglesias
chamuscadas, cementerios improvisados, tierra sin grano, flores de alquiler.
Palacios en los que ningún rey se rebajaría a habitar; en los que ningún bufón
osaría servir.
El
arcén de la carretera principal parece una vitrina que exhibe los estragos de
la sinrazón: mendigos, enfermos, mutilados. Sobrevivir estando muerto. En ellos
reconozco a Savo, un niño al que asistimos en un campo de refugiados y que no
puede jugar al fútbol. Sé lo que es eso; la grada fue también mi compañera en
aquellos partidos que organizaba "el Canillas". Sin embargo, mis razones suenan a
minucias al lado de las suyas...
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