La vida está
llena de efectos. Está el efecto placebo,
que son las consecuencias de naturaleza sugestiva que resultan de la
administración de una sustancia inerte. El efecto
dominó, según el cual una acción es capaz de provocar una serie de
consecuencias en cadena. El efecto
bumerán, en el que el resultado de tal acción se acaba volviendo contra su
autor. Los efectos especiales, que ya
superan en interés a la trama de las películas. El efecto Mateo, plenamente vigente pese a basarse en las palabras de
aquel evangelista: los ricos serán cada
vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres. El efecto mariposa, que aunque suene bonito aún no entiendo del todo...
Y uno de los más entrañables: el efecto
te quiero mucho. Cuando se lo digo a
mi mamá, se pone tan contenta que yo me pongo contento.
La vida está llena de finísimas fronteras: la que existe
entre éxito y fracaso, entre sueño y vigilia, entre infierno y paraíso. A veces
son tan livianas que ni siquiera eres consciente de en qué parte estás. También
hay fronteras intermedias: son esas que separan territorios, y que nunca
deberían separar a las personas. Por último, tenemos fronteras enormes que son
las que nos marcamos a nosotros mismos. Sin duda, las más difíciles de
flanquear.
Y la vida, por
último, está llena de verbos que conjugamos a uno y otro lado de esas líneas.
Porque como voy aprendiendo, vivir significa eso… VIVIR, aun a riesgo de sus
consecuencias, aun a riesgo de sus efectos.
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo titulado Mi trocito de bizcocho, incluido en mi libro Nanas para un Principito.
¡Feliz domingo!
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