A pesar de sus diferencias, muchos de los habitantes de mi pueblo comparten apellido. Algunos derivan del nombre del padre, sea sin
flexiones (Domingo) o de forma prefijada (Domínguez). Otros son toponímicos,
aludiendo a su lugar de procedencia (Soriano). También existen de oficios (Pastor),
objetos (Cadenas), características físicas (Blanco) o animales (Cordero). Y
siempre, sea infanzón o plebeyo, detrás de cada uno sigue un mote. Pero no un
mote cualquiera, sino elegido a conciencia. Así, a una que cojea le apodan la
malos pasos… A quien muestra algo de ingenio, el ingeniero... Y a
aquel que elude sus citas, el guarda forestal, por los plantones que da.
Cuentan que en cierta
ocasión, al tomar posesión de su cargo un secretario del Ayuntamiento, el
ordenanza que estaba en la puerta le advirtió que tuviese cuidado pues allí era
costumbre ponerle mote a los nuevos.
- No se preocupe usted –dijo el incauto funcionario-,
que tomaré mis precauciones.
Desde entonces ese, precisamente, fue su
sobrenombre: el precauciones.
También resultan curiosos los dos apodos que tiene
su maestro. Dicen que al llegar al pueblo llamaba la atención por las preguntas
inverosímiles que hacía en clase…
- ¿Dónde duermen las mariposas? –planteaba a la hora
de Ciencias Naturales.
- En su cama –le contestan los alumnos.
…Y
por lo guapo que era. De modo que las mozas le empezaron
a decir el bonito. Entre la envidia y la venganza, los mozos se
mosquearon por tal actitud, poniéndole el nombre de otro pescado: el bacalao.
Hoy, a pesar del discurrir de los años, comparte ambas denominaciones según sea
la persona que a él se refiera. Y es que procedan de algún hecho ocurrente, de
un oficio o de cualquier rasgo físico, con frecuencia tales motes se
transmiten entre generaciones, permitiendo que la tradición siga su curso al
sustituir en el día a día a los nombres originales.
Nota: Párrafo perteneciente al capítulo Cuando callan las campanas, incluido en mi libro Siete paraguas al sol.
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