Hay días como hoy en los que una mezcla de tristeza, dolor e indignación ahoga mis palabras. De hecho, tan solo fluye de mí algún cuento perdido. Desde el máximo respeto para las víctimas del atentado que ha vivido la ciudad de París, mi solidaridad con los profesionales de la información y la enérgica condena del mismo, he reescrito este para expresar lo que siento. Disculpadme, pero no sé hacerlo de otra manera. Eso sí: que nadie nos quite nunca el derecho de hacerlo como decidamos.
Hace mucho, muchísimo tiempo,
cuando la Naturaleza era un auténtico caos, surgieron las estaciones.
Primavera, Verano, Otoño e Invierno se turnaron en el año para dar una cadencia
a la vida que permitiera a los hombres alcanzar su Libertad. Y lo hicieron sin
prisas, como corresponde a esas cosas que son para siempre.
Aquel proceso fue un encargo divino
al país del Arcoíris. Y es que, alarmado por los caprichos del clima, el
Creador pidió a los colores que diseñaran esa secuencia. Todos aceptaron el
reto sin dilación.
Azul y Verde pintaron la Primavera.
Quisieron que llegara por el este cada 21 de marzo. La llenaron de agua, de
flores, de aromas. Los sentimientos que comparten su paleta lucen por entonces
los mejores brillos. Es la época del Amor, de la Esperanza.
El Rojo y el Amarillo dieron
calidez al Verano. Aliados con fuego y sol, decidieron que surgiera desde el
sur en el mes de junio. Lo colmaron de siestas, bronceados, de playas. La
Pasión reina entre los afectos, esculpiendo brillos de parajes estivales.
De la gama de Marrones surgió el
Otoño. Un hayedo sirvió de esbozo. Hojas caducas que duermen a ras de suelo, perfilando
contrastes increíbles. La Melancolía vino con él, por el oeste, un 21 de
septiembre.
El Blanco escogió al Invierno.
Pintó el frío, la nieve, el abrigo. El norte es su punto cardinal y diciembre
la primera página del calendario. Por unos días, el resto de las tonalidades se
incrustaron en él pintando la Navidad. Es entonces cuando afloran los más
tiernos sentimientos.
Al contemplar Dios aquella obra quedó maravillado. Tal sucesión de períodos ponía orden entre el desatino.
Era el guión perfecto para los ciclos reproductivos, para la propia Naturaleza.
Los habitantes del país del Arcoíris habían cumplido con su objetivo.
Entre bailes impresionistas, el
tiempo siguió pasando. Hasta que un día, muchos, muchísimos días después, el
Señor les hizo otro encargo. Quería recordar a los Hombres que su Libertad
exigió un esfuerzo, que no fue tan fácil salir de las cuevas. Quería mostrarles
que la era del caos nunca se dio por vencida y que a veces aflora entre ellos
en forma de reyertas, disparos a quemarropa o bolsas con dinamita camufladas en
un vagón. Quería ratificar su apuesta incondicional en favor de la Justicia, la
Comprensión, la Convivencia, la Tolerancia. Y quería que ese deseo tomara forma
a través del color.
Todos los matices que componen el
arcoíris se pusieron manos a la obra. Escogieron como lienzo el firmamento y
sobre su fondo azulado dibujaron 12 estrellas. Fue el homenaje sincero nacido de
sus pinceles a las víctimas mortales de una barbarie cometida en París la mañana de un siete
de enero.
Desde entonces, cada una de ellas
nos recuerda con su brillo que el ser humano no debe volver a la oscuridad de
las cavernas; que su futuro solo pasa por el Bien, que no es posible la vida en
el andén del rencor.
Los más nobles sentimientos
rubricaron ese deseo. El Creador, y con Él la gente buena, también.
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