De siempre he comentado que, aun sin haber ningún antecedente en mi familia, soy médico por vocación. Desde niño, coincidiendo con aquella enfermedad pulmonar que padeció mamá, solo quería ser eso para curarla y que no tuviese que estar ingresada en cualquier hospital.
Reconozco que acabé alcanzando mi objetivo y disfrutando de una profesión sencillamente maravillosa, que he podido ejercer en cuatro continentes y que me ha permitido sentirme más humano.
Sin embargo, como todo, también he descubierto en ella algunas sombras. En este bagaje de más de treinta años de ejercicio, contabilizo dos agresiones puntuales recibidas -otra realidad contra los sanitarios que jamás podemos normalizar- y algún desacuerdo con determinados pacientes durante mi práctica asistencial. El último, esta semana pasada, cuando una persona vino a nuestra consulta para vacunarse, exigiendo la administración de ciertas dosis que por sus circunstancias no le correspondían. Ante mi negativa -en otra explicación tan razonada como pausada-, se encaró airadamente contra mí, se puso de pie y alzó la voz, exigiendo que tenía derecho a ellas, al margen de los protocolos establecidos. Entre la mediación de una enfermera y toda la paciencia que pude, conseguimos calmarle y que saliera de nuestro despacho, aunque -eso sí- acabase yendo directo al Servicio de Atención al Paciente para ponernos una reclamación.
Por eso, siempre digo que haber sido médico en esta vida constituye una suerte, un regalo, una auténtica pasada... Pero que para la próxima, al igual que en cierta ocasión le oí a mi maestro Gabriel García Márquez, me pido ser mago. Y es que así, como él también afirmaba, conseguiremos que nuestros amigos -e incluso quienes no lo sean- nos acaben queriendo un poquito más.
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