Aunque no sea nacido allí, me siento uno más de allí. Y es que el municipio leonés de Toral de los Guzmanes se ha convertido por méritos propios en mi pueblo de adopción. Me gusta perderme por sus calles, encontrarme con sus vecinos, reencontrarme con sus puntos de interés... Degustar la repostería de las monjitas jerónimas de su monasterio, regustar una comida en sus restaurantes. De entre estos, ese que se ubica en su Palacio, pieza singular de la arquitectura tapial, construido en el siglo XIII; allá donde pernoctaron los Reyes Católicos y cuya ala oeste alberga actualmente una de las joyas de nuestra corona: el Museo del Botijo.
Con varios miles de piezas, este edificio reúne la mayor colección de botijos del mundo, figurando por ello desde el año 1997 en el Libro Guiness de los Récords. No en vano, constituye uno de los mejores reclamos turísticos de la zona, habiéndolo visitado en distintas ocasiones -una vez, entre amigos, llegué incluso a ser el guía que lo explicaba- y dando fe en primera persona de su valor. Sin duda, de lo más recomendable.
Sin embargo, su pervivencia corre peligro. Recientemente, su propietario lo ha puesto a la venta y, en el caso de que esta no se consume, tiene intención de llevarlo a otro lugar. De ahí que el municipio en pleno, con su alcalde a la cabeza, se esté movilizando, reclamando a las autoridades competentes alguna solución que permita que un museo así siga formando parte de los encantos de Toral.
En verdad que abogo porque nunca se pierda este bien cultural... Porque invertir en estos asuntos, también es apostar contra esa España que se vacía... Porque mantener sus atractivos turísticos son medidas en favor del medio rural.
Por mis orígenes, por mis vivencias, estoy convencido de ello. Y quizá sea también porque en el fondo, dicho con sano orgullo e ironía, yo sea más de pueblo que cualquiera de esos botijos.
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