De siempre he sido muy alemán en aquello que implica responsabilidades -por ejemplo, en mi trabajo-, pero muy griego en cualquiera de nuestras aficiones -como sucede con el deporte-. En este último ámbito me he considerado desde niño una persona de lo más bromista, cumpliendo a este respecto una serie de prebendas: procurar ser irónico -lo que me parece la forma más simpática de inteligencia-, sin faltar al respeto y, en la medida de lo posible, riéndonos todos a su final. Sin embargo, he de reconocer que cada vez me muestro más serio, pues cada vez cuesta más cuadrar con estos principios. Porque, teniendo últimamente como tenemos la susceptibilidad tan fina, corremos un riesgo creciente de que cualquier broma sea malinterpretada y se acabe volviendo contra quien la hace. De ahí que, sin duda, estemos abocados a vivir en una sociedad cada vez más seria.
Mi hijo Manuel ha heredado ese talante jocoso; quizá por eso tenga tantos amigos... Pero acaba de vivir esta realidad. Porque tras hacer en su centro de enseñanza cierto comentario que en un contexto distendido parecería gracioso e incluso hubiera pasado desapercibido, a alguien no le gustó y ha dado parte de él. A su edad yo hice algo similar y acabamos riéndonos todos. Nadie se enojó porque, ciertamente, tampoco hay motivos objetivos para enojarse... Sin embargo, en estos tiempos prima la subjetividad.
Me consta que en el mismo no hubo insultos, reiteración, nocturnidad, alevosía ni -por supuesto- mala intención... pero es que cada vez son más las cosas, por ingenuas que parezcan, con las que asumimos riesgos a la hora de opinar.
Y es que, como a menudo guaseo contra mí mismo, ya no estamos para bromas.
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