En tal día como hoy, me recuerdo aquella mañana, recién estrenado mi carnet de padre, descendiendo por unas escaleras de la maternidad portando algún volante médico. Allí nos cruzamos con otro padre que no era primerizo en esas lides y que, tras darme su enhorabuena, compartió conmigo una sentencia que nunca he olvidado:
- ¡A partir de ahora, siempre llevarás las manos llenas!
Y, realmente, ha sido así.
De entre las muchas cosas que me han tocado hacer en la vida, la de ser padre es -sin duda- la más difícil de todas. Y no tanto porque tal condición venga sin manual de instrucciones, como porque existe un vínculo tan fuerte con el otro -en este caso, nada más y nada menos que con tus hijos- que condiciona absolutamente tal relación. De manera que vivimos demasiado con un plus añadido de intensidad. Con las manos llenas de mochilas, alegrías, preocupaciones, momentos de orgullo, algunos sinsabores... Aun así, contra toda lógica, llegamos a tiempo a la sirena del cole, a tantos entrenamientos, a cada clase de piano... Contra todo pronóstico, somos maestros repasando deberes de clase, sanitarios si tuvieran fiebre, guardias jurados cuando juegan en el parque. Por eso no parece extraño que para mi pequeña Amalia yo sea su Supermán.
Todos los padres somos distintos, aunque todos nos parezcamos. Yo, al menos, cada vez me reconozco más en el mío y valoro muchísimo cuanto luchó por nosotros. Tan es así, que estoy convencido de que sin él -y por supuesto, sin mi madre- ni siquiera sería yo. Se llamaba Manolo; como su hijo Manuel, como su nieto Manu. A menudo pienso que ahí está el secreto de la eternidad.
Y lo hizo, seguramente, con los bolsillos vacíos... pero siempre -como asegurase aquel otro padre más avezado- con sus manos llenas.
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