Esta mañana, repasando en un periódico digital la crónica deportiva del fin de semana, disfruté de un vídeo con un gol tan maravilloso que casi resulta increíble. Lo marcó un tal Javi Gómez, del modesto equipo del Socuéllamos, en un partido de la Segunda División B. El jugador templa el balón con el pecho y desde unos 25 metros ejecuta una chilena espectacular introduciendo el esférico por la escuadra, lejos del alcance del guardameta rival. Sin duda, una joya de arte deportivo.
Si este tanto lo llega a firmar Messi, Cristiano Ronaldo, Ibrahimovic o cualquiera de esos dioses del balompié a los que adoramos cada domingo, habría sido titular del telediario y portada indiscutible de la prensa del día... Y por supuesto, habría optado sin atajos al Premio Puskas a la mejor diana que cada temporada otorga la FIFA.
¡Pero no! Ese extraordinario gol es obra de un humilde delantero de un sencillo club... Y por ello, con independencia de su belleza, probablemente no llegará más allá de cierto vídeo perdido entre mil noticias o de una reseña encontrada en el blog de algún aficionado.
Para bien o para mal, el fútbol resulta una metáfora de nuestra existencia. Uno y otra están llenos de pequeñas injusticias que personas que nos decimos justas acabamos consintiendo. Por eso hoy, aun cuando parezca una banalidad ante tantos problemas, reivindico todo el reconocimiento para Javi Gómez y su genialidad. Aun habiendo marcado el gol de su vida, seguramente que el mejor tanto del año en la próxima fiesta FIFA no será para él, sino para Neymar, Bale, Diego Costa o alguna otra estrella similar. Y es que en demasiados ámbitos de la vida, incluido mi querido fútbol, todavía arrinconamos lo realmente valioso para seguir adorando a cualquier vellocino de oro.
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