Esta era una vez que
había un Murciélago que destacaba de entre todos los mamíferos por ser el único
que podía volar. Era el más lindo, el más altivo en sus piruetas, el más
elegante… Y también el más presumido, hasta el punto de que llegó a solicitar a
Dios tener plumas para así convertirse en el animal más hermoso de la creación.
Sorprendido por aquel
deseo, el Señor le autorizó a que pidiera a cada ave una sola de sus plumas. Y
así lo hizo. De manera que obtuvo una del Pavo real, otra del Flamenco, una
tercera de la Oropéndola y así, una a una, de los pájaros más atractivos que
sobrevolaban la faz de la tierra.
Poco a poco aquel Murciélago
fue adquiriendo un aspecto tan llamativo que atraía cualquier mirada,
recordando en sus recorridos la estela del arcoíris. El resto de la fauna
estaba deslumbrada por su imagen, dedicándole cientos de piropos. Fue entonces
cuando un arrebato de soberbia se apoderó de él.
- Soy el ser más bello
de cuantos existen –se repetía a sí mismo-. No hay nadie que ni de lejos pueda
parecerse a mí.
A aquella crisis de
vanidad le siguieron otras muchas en las que menospreciaba sin recelo a las
demás criaturas. Se burló del Gorrión por sus colores tan grises, de los Avestruces
por esa silueta espigada, de los Colibríes por tan pequeño tamaño… Sembrando
con ello el descontento entre las aves que, precisamente, le habían prestado
sus plumas.
- ¡Así nos lo agradece!
–se quejaba el Arrendajo.
- ¡Así nos lo agradece!
–insistía algún Loro parlanchín.
Aquellas quejas se
fueron sucediendo hasta llegar a oídos del Creador, quien decidió llamarle para
que rindiera cuentas por su actitud.
Ante tal aviso, el Murciélago
pensó que Dios le hacía subir al cielo para contemplar in situ su belleza. De
manera que su ego se elevó hasta el infinito, convirtiendo desde entonces sus
desplantes hacia los otros en auténtica humillación.
- Siendo tan rastrera,
a ti nunca te llamará –le reprochaba despectivo a la Gallina.
Al llegar al cielo y
encontrarse en presencia del Señor, comenzó a alardear de nuevo con respecto a
su hermosura. De hecho, estaba tan contento, que aleteó y aleteó sin control,
desprendiéndosele con el movimiento cada una de las plumas que le habían
regalado. Y así, sin apenas darse cuenta, quedó casi desnudo, sin una sola de
ellas.
Viéndose en tal
estado, cayó en una profunda depresión. Arrepentido y avergonzado descendió a
los suelos, refugiándose en una cueva y negándose a sí mismo la visión.
Cuentan que durante
unos días llovieron plumas de colores que no quiso contemplar. Y que desde
entonces, el murciélago vive recluido en la oscuridad, lamentando aquel
comportamiento y añorando lo que un día fue y que nunca más será.
Nota: Versión personal de la leyenda mexicana El murciélago de colores, incluida en mi libro Nanas para un Principito.
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