En mi opinión de médico preventivista, dedicado a pautar vacunas desde que visto con bata blanca, a cada una de ellas hemos de pedirle las siguientes propiedades: seguridad, eficacia, disponibilidad y -en la medida de lo posible- que sea aceptada por la población a la que se dirige. Y es que, de ser rechazadas por esta, a menudo tenemos poco que hacer.
Así lo constaté hace décadas en Benin, cuando el chamán de aquella aldea argumentaba que sus amuletos eran mejores que nuestros preparados para combatir otro brote de Cólera... En Oriente Medio hace lustros, cuando algunos líderes tribales renunciaron a nuestra propuesta frente a Fiebre Tifoidea -por entonces, primera causa de mortalidad infantil en la región- al considerar que iba en contra de los mandatos divinos... O incluso esta misma mañana en León, hace apenas dos horas, cuando una paciente ha declinado vacunarse frente a Herpes Zóster porque está cansada de que experimentemos con personas.
Como consecuencia de tales equívocos o reticencias, las tasas de vacunación frente a algunas enfermedades como la Difteria o el Sarampión han caído significativamente en la propia Europa, generando brotes -en algunos casos asociados a mortalidad- donde ya no los había.
De ahí que insistamos en el poder beneficioso de las vacunas, abogando por que formen parte integrante de la planificación de la atención de salud y de la inversión en esta a lo largo de toda la vida.
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