No sé en qué tratado leí que allá por los años treinta, durante las purgas de la Rusia del momento, hubo cierta convención política en la que se presentó una resolución de fidelidad al camarada Stalin. Tras su aprobación, todo el auditorio se puso de pie y estalló en una enorme ovación.
Así estuvieron un minuto, cinco minutos, diez minutos. Aplaudiendo sin cuartel, fingiendo ese fervor exagerado, hasta el punto de que los brazos se entumecieron y las manos dolían. Mas nadie quería ser el primero en detenerse, sabedores de que tal gesto podría interpretarse como una traición. Eso mismo había ocurrido en otras reuniones similares.
Narra el acta de la convención que, a los 11 minutos, un librero -sencillo, con criterio- decidió parar a base de aspavientos semejante locura colectiva, mientras se dejaba caer sobre el asiento. Para alivio de todos, los aplausos cesaron... si bien aquel hombre de Letras fue arrestado de inmediato.
Salvando las distancias y parafraseando los anales de la Historia, no hace tanto que al terminar cierto cuentacuentos viví una realidad de aclamación continuada. Alguien se puso de pie y el resto de asistentes le siguieron. Apenas duró un minuto y, por supuesto, no hubo apresados. Me sentí reconfortado al sentirla como una reacción sincera, espontánea, de empatía... No como aquella otra, llamada desde entonces Efecto Stalin. Y por un momento recordé esa lección que aprendí de algún tratado olvidado: hasta las palmas suenan más hermosas cuando se aplaude desde los valores que aquel librero nos enseñó.
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