En aquella infancia de pueblo, siempre fuimos los Gorreta, por una extraña historia de algún antepasado nuestro que nunca se quitaba su sombrero. La familia de enfrente, los Sacamuelas, pues descendían de cierto barbero dedicado a tal menester. La del alcalde son los Ratuela, porque aunque fuesen los primeros en mandar, eran siempre los últimos en pagar... Incluso algunos motes cambiaban; como el caso de mi hermano futbolista, quien acabaría siendo el Flaco cuando se escapaba por la banda ante cualquier equipo rival... Allí ningún vecino se quedaba sin él. Cada uno con su divisa a cuál más ocurrente, que en principio asumía entre sonrisas sin causarle mayor perjuicio.
No en vano, en numerosas comarcas y municipios, dichos sobrenombres se consideran patrimonio intangible del lugar... No en vano, mi amigo Lolo estaba realizando un mapa al respecto para su querida provincia de León.
En esta madurez de capital, conversando entre padres a las puertas de un colegio, alguien indicó que iba a poner ese ticket de la ORA para que no le multase el Gusano. Otro alguien le increpó, argumentando que nadie merecía que por hacer su trabajo se le insultara así, a lo que el primero respondió que no lo había dicho con intención ofensiva, sino porque -por analogía gramatical- tal operario se pasa el día dando vueltas a la manzana. Aun tratándose de un ingenioso juego de palabras, debería dar explicaciones por su osadía.
Y es que corren malos tiempos para los apodos -por extensión, ¡para tantas cosas!-, pues conllevan un riesgo de molestar. Es cierto que algunos resultan humillantes o injuriosos, debiéndose combatir; pero también lo es que en su erradicación nos hemos llevado todos. Tal vez por eso, nadie llama el Gafe a aquel lotero que a sí mismo se hacía llamar así, porque jamás repartió ningún premio desde su administración... Tal vez por eso, ni siquiera hoy nos conozcan por Gorretas entre las calles de mi propio pueblo.
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