Coincidiendo con las fiestas de nuestro pueblo y al igual que hiciera en agosto en la piscina, mi hija puso una mesa a la entrada de casa en la que vendía adornos que diseña con gomas y otros abalorios a unos céntimos de euro la unidad. Al vivir alejados del centro urbano, apenas pasó nadie por allí, por lo que esa intención de invitar a sus amigas con lo que sacara a las atracciones que acompañan cada festejo, quedaba lejos de hacerse realidad. Casual o causalmente, a última hora de la tarde se acercó un cliente que -sin que Hacienda se entere, pues sería capaz de exigirnos por ello una declaración complementaria- adquirió cierta cantidad de género, suficiente como para que tal deseo se pudiera cumplir: su papá. Así que -tras un desfile con disfraces, charanga y chocolate- ellas pudieron subirse a los hinchables montados para la ocasión, mientras que yo me veía pasando consulta toda la semana con pulseras de colores.
Esta anécdota de ayer me recuerda a otra de hace unos años, ocurrida a muchos kilómetros de aquí, con un colega tocayo. Y es que sucedió que en cierta presentación de alguno de mis libros había menos asistentes de lo previsto. El librero responsable del local donde se hacía, lejos de reconocer que quizá no había dado al acto la debida difusión, amenazó con suspenderlo.
- ¡Habiendo tan poca gente, no voy a vender ni un solo ejemplar! -repetiría enfadado.
Fue entonces cuando, casual o causalmente, apareció otro cliente que sacando su tarjeta con elegancia y sin mediar palabra le compró los veinte que tenía: mi amigo Manolo... De manera que el evento se acabó realizando con público que se fue incorporando y sin mayor novedad.
De regreso a nuestra ciudad, mi hija -después de constatar que lucía debidamente sus piezas creadas- preguntaba desde su inocencia si hay algo más difícil de vender que un colgante de colores... A lo que yo le respondí que muchas cosas; entre ellas, tristemente, un libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario