En el millar largo de entradas que suma este blog he escrito sobre muchos temas: de esa pandemia que tanto nos ha cambiado -en este sentido, haber sido médico epidemiólogo en nuestra provincia me dio una perspectiva extraordinaria-, del cambio climático en general y de los efectos contaminantes de esos calefactores de terraza en particular, de guerras y otros desastres, de asuntos de salud -muchos de ellos relacionados con mi especialidad de Preventiva y Salud Pública-, anécdotas cotidianas... Y, por supuesto, de nuestros relatos, de nuestras sesiones de cuentacuentos, de nuestra Literatura.
En verdad que cada vez que publicas, te haces público... Y en tales renglones generamos opinión -sea en forma de apoyos o diferencias-, que a menudo son compartidas a través de cualquier vía de comunicación.
Reconozco que, en general, el trato recibido por los lectores de mis reseñas resulta de lo más respetuoso. En los 15 años de vida que suma este blog, tan solo hubo dos veces en la que alguien replicó con aspavientos a otras tantas reflexiones mías: una sobre la vacunación frente a COVID19 y otra a propósito del desastre en Ucrania... Siempre que exceptuemos aquella ocasión en la que a mí y a un grupo de amigos se nos ocurrió crear en tiempos del confinamiento los Premios El Amor Azul Marino. Ciertamente, eran los más humildes del mundo: sin dotación económica, ideados como válvula de escape por un grupo de lectores sanitarios, sin mayor intención que generar una dinámica positiva... Entre otros, fueron galardonados hasta en 21 categorías artistas relacionados con el cuento como la narradora Verónica Pensosi, el Teatro Arbolé o el programa televisivo Educlan. Pues bien: en los días posteriores a su fallo, recibimos más de una decena de mensajes -alguno realmente enconado- protestando por cualquier asignación. Que si ese no lo merece, que si a aquel se lo dais por ser amigo...
Y es que, en este laberinto de las redes sociales, podemos escribir cuanto queramos, pero luego no nos permiten premiar.
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