Mañana al mediodía realizaré un cuentacuentos en la explanada del santuario de La Virgen del Camino (León) en el que no faltará este cuento titulado Mi moneda en tu pozo, incluido en mi obra Catorce lunas llenas (XXXVIII Premio Carta Puebla, en su modalidad de libro de cuentos).
Tampoco fallará nuestra hija Amalia, quien se estrenará en el papel de mi ayudante, demostrando que somos un verdadero equipo.
Así que, también en familia, nos seguiremos contando.
"Cuentan que me contaron que en cierta aldea lejana
vivía un hacendado muy tacaño que se pasaba la vida obsesionado por el dinero.
Corría el rumor de que, ya anciano, no se casó nunca para no tener que pagar la
boda; e incluso había quien apuntaba que jamás desperdició mendrugo alguno por
muy duro que estuviese. Y es que nadie es más flaco de
espíritu que quien se alimenta solo de sí mismo.
Cada noche, después de recorrer sus tierras de sol a sol, contaba minucioso las monedas que guardaba en aquel cofre debajo de su colchón.
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con este, cincuenta doblones de oro!
Así una noche, y otra, y otra.
En alguna parcela próxima a su casa residía un joven aguador, que dedicaba su tiempo a sacar agua del pozo para venderla por cuartas a la gente del lugar. Desde la humildad de su trabajo, procuraba ingeniárselas para salir adelante declarando las propiedades curativas de líquido tan singular.
- Agua preventiva contra el dolor de cabeza, indigestiones, apatías, dolencias articulares, piedras en el riñón, mal de amores… –voceaba por las calles, resumiendo cualquier compendio de Medicina.
En cierta ocasión trató de ofrecerle una muestra a su vecino, pero este le echó de malas maneras alegando que su agua no tenía valor alguno más allá de que sirviese para fregar.
- Y lárgate pronto, limosnero, ¡que no llevo suelto!
A veces el dinero llega antes a los sitios que la buena educación.
Aun cuando no era persona especialmente rencorosa, aquel aguador decidió vengar tal desaire para dar a ese vecino un escarmiento. De manera que, sabiendo de su carácter huraño y aprovechando que era noche de Luna llena, le hizo creer que en el fondo de su pozo había una moneda de enormes dimensiones.
- ¡Así de grande! –le explicaba entusiasmado mientras abría sus brazos-. Un doblón del mejor platino, que no vendería por nada del mundo.
Tentado por esa información, el avaro señor pidió al muchacho poder verla, para comprobar por sí mismo semejante maravilla. ¡Y que fuera cuanto antes, que si el tiempo es oro, perderlo puede ser ruinoso!
- De acuerdo –le respondió-. Iremos juntos esta misma noche, si bien no podrás tocarla ni acercarte más allá de donde te diga.
Una hora después de atardecer, conforme a lo que habían dispuesto, ambos vecinos se reunieron a medio camino de sus fincas. Desde allí, aprovechando la luminosidad reinante, acudieron hasta el pozo. Y estando a dos pasos de él, sin que ninguno se aproximara ni un centímetro más de lo acordado, comprobaron cómo –efectivamente- relucía en su superficie una moneda gigante.
- La quiero para mí –murmuró el hacendado-. Le ofreceré a cambio un solo doblón por ella y de seguro que, estando tan necesitado, el muchacho aceptará –pensó para sí mismo, convencido de que quien pone el dinero debería poner las normas.
Mas cuando le hizo su oferta, el aguador respondió contundente:
- Solo la cambiaría por cincuenta.
- ¡Cincuenta! –exclamó con una mezcla de ira e incredulidad.
El anciano hizo cuentas de memoria sobre el valor de aquella pieza que flotaba en el agua. Medio centenar de doblones parecían demasiado, los ahorros de toda su vida, el motivo último para seguir viviendo. No obstante, el valor de esa otra que relucía en el pozo parecía con mucho superior. Aun cuando trató de rebajar ese precio con argumentos de pobre, el joven se mantuvo en su exigencia. Así que no tuvo más remedio que aceptar:
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con este, cincuenta doblones de oro!
La avaricia suele ser muy convincente.
De manera que el hacendado contaba aquella noche su tesoro por última vez, mientras se lo daba al aguador a cambio de la moneda más enorme que jamás hubiera imaginado.
Pero al correr para tomarla descubrió que la misma no existía, que era simplemente el reflejo de la Luna llena sobre el agua, y que le habían engañado como a un niño para quedarse con sus caudales. Tanta usura, sin duda, le había jugado una mala pasada.
Roído por los nervios, mientras maldecía entre gritos su ventura e insultaba a su vecino, este apareció de nuevo.
- No quiero tu dinero, sino tu respeto –dijo con talante serio, mientras se lo devolvía-. Aquí lo dejo, es tuyo. Tan solo pretendo demostrarte que hay cosas más importantes que lo que puedas guardar en un cofre… Que la codicia nos ciega con frecuencia, haciéndonos ver tesoros donde apenas hay reflejos… Que no puedes considerar a nadie menos que tú porque en apariencia posea menos que tú… Y que jamás debes burlarte de ninguno cuando se gana la vida honradamente.
El anciano, conmovido por esas palabras, rompió a llorar. En principio se apresuró a retirar los doblones para guardarlos en su caja. No obstante, antes de acabar la cuenta, decidió entregarle un puñado a aquel muchacho que le había dado semejante lección.
Durante unos días, ya sin retos ni rencores, ambos compartieron charlas, bromas, pan con queso, algún paseo hasta el pozo… Y tan buena relación hicieron que, a la Luna siguiente, aquel anciano acudió a la notaría de la aldea para nombrar como heredero a su vecino. Tanta generosidad, sin duda, le había jugado una buena pasada.
Así acaba esta historia que yo guardo en mi memoria… Y comieran o no perdices, sé de buena tinta que todos fueron felices".
Cada noche, después de recorrer sus tierras de sol a sol, contaba minucioso las monedas que guardaba en aquel cofre debajo de su colchón.
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con este, cincuenta doblones de oro!
Así una noche, y otra, y otra.
En alguna parcela próxima a su casa residía un joven aguador, que dedicaba su tiempo a sacar agua del pozo para venderla por cuartas a la gente del lugar. Desde la humildad de su trabajo, procuraba ingeniárselas para salir adelante declarando las propiedades curativas de líquido tan singular.
- Agua preventiva contra el dolor de cabeza, indigestiones, apatías, dolencias articulares, piedras en el riñón, mal de amores… –voceaba por las calles, resumiendo cualquier compendio de Medicina.
En cierta ocasión trató de ofrecerle una muestra a su vecino, pero este le echó de malas maneras alegando que su agua no tenía valor alguno más allá de que sirviese para fregar.
- Y lárgate pronto, limosnero, ¡que no llevo suelto!
A veces el dinero llega antes a los sitios que la buena educación.
Aun cuando no era persona especialmente rencorosa, aquel aguador decidió vengar tal desaire para dar a ese vecino un escarmiento. De manera que, sabiendo de su carácter huraño y aprovechando que era noche de Luna llena, le hizo creer que en el fondo de su pozo había una moneda de enormes dimensiones.
- ¡Así de grande! –le explicaba entusiasmado mientras abría sus brazos-. Un doblón del mejor platino, que no vendería por nada del mundo.
Tentado por esa información, el avaro señor pidió al muchacho poder verla, para comprobar por sí mismo semejante maravilla. ¡Y que fuera cuanto antes, que si el tiempo es oro, perderlo puede ser ruinoso!
- De acuerdo –le respondió-. Iremos juntos esta misma noche, si bien no podrás tocarla ni acercarte más allá de donde te diga.
Una hora después de atardecer, conforme a lo que habían dispuesto, ambos vecinos se reunieron a medio camino de sus fincas. Desde allí, aprovechando la luminosidad reinante, acudieron hasta el pozo. Y estando a dos pasos de él, sin que ninguno se aproximara ni un centímetro más de lo acordado, comprobaron cómo –efectivamente- relucía en su superficie una moneda gigante.
- La quiero para mí –murmuró el hacendado-. Le ofreceré a cambio un solo doblón por ella y de seguro que, estando tan necesitado, el muchacho aceptará –pensó para sí mismo, convencido de que quien pone el dinero debería poner las normas.
Mas cuando le hizo su oferta, el aguador respondió contundente:
- Solo la cambiaría por cincuenta.
- ¡Cincuenta! –exclamó con una mezcla de ira e incredulidad.
El anciano hizo cuentas de memoria sobre el valor de aquella pieza que flotaba en el agua. Medio centenar de doblones parecían demasiado, los ahorros de toda su vida, el motivo último para seguir viviendo. No obstante, el valor de esa otra que relucía en el pozo parecía con mucho superior. Aun cuando trató de rebajar ese precio con argumentos de pobre, el joven se mantuvo en su exigencia. Así que no tuvo más remedio que aceptar:
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con este, cincuenta doblones de oro!
La avaricia suele ser muy convincente.
De manera que el hacendado contaba aquella noche su tesoro por última vez, mientras se lo daba al aguador a cambio de la moneda más enorme que jamás hubiera imaginado.
Pero al correr para tomarla descubrió que la misma no existía, que era simplemente el reflejo de la Luna llena sobre el agua, y que le habían engañado como a un niño para quedarse con sus caudales. Tanta usura, sin duda, le había jugado una mala pasada.
Roído por los nervios, mientras maldecía entre gritos su ventura e insultaba a su vecino, este apareció de nuevo.
- No quiero tu dinero, sino tu respeto –dijo con talante serio, mientras se lo devolvía-. Aquí lo dejo, es tuyo. Tan solo pretendo demostrarte que hay cosas más importantes que lo que puedas guardar en un cofre… Que la codicia nos ciega con frecuencia, haciéndonos ver tesoros donde apenas hay reflejos… Que no puedes considerar a nadie menos que tú porque en apariencia posea menos que tú… Y que jamás debes burlarte de ninguno cuando se gana la vida honradamente.
El anciano, conmovido por esas palabras, rompió a llorar. En principio se apresuró a retirar los doblones para guardarlos en su caja. No obstante, antes de acabar la cuenta, decidió entregarle un puñado a aquel muchacho que le había dado semejante lección.
Durante unos días, ya sin retos ni rencores, ambos compartieron charlas, bromas, pan con queso, algún paseo hasta el pozo… Y tan buena relación hicieron que, a la Luna siguiente, aquel anciano acudió a la notaría de la aldea para nombrar como heredero a su vecino. Tanta generosidad, sin duda, le había jugado una buena pasada.
Así acaba esta historia que yo guardo en mi memoria… Y comieran o no perdices, sé de buena tinta que todos fueron felices".
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