Desde mi condición de mañico, he sido siempre muy pilarista. Y no solo porque cada 12 de octubre, siendo niño, subiera calle Alfonso hasta su plaza para llevarle algún ramo de flores... Tampoco porque en casa o en nuestro coche hubiera siempre una de sus cintas... Ni siquiera porque en cada cuello de los miembros de mi familia cuelgue alguna de sus medallas... Sino, sobre todo, porque incluso al margen de nuestras creencias, nos encomendamos a Ella cada vez que la necesitamos.
Así lo hice en aquella final del campeonato escolar de Balonmano que acabamos ganando contra pronóstico, en decenas de carreras mientras practicaba Atletismo, en cientos de exámenes durante la Universidad, en aquel estadio parisino del Parque de los Príncipes cuando se encarnó en el gol de un tal Nayim, en aquella oposición que acabaría sacando, el día que pareciera el último de los días, en esa emboscada en la que abriese una puerta de salida... E incluso en estos tiempos del Coronavirus, deseando que todo se resuelva.
Entre tanto, en nuestro hogar la seguimos nombrando. En el dormitorio de mi hija, esta noche fue la protagonista de cada adivinanza: que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa... Y en el del niño recordábamos aquellos versos de su bisabuelo que en clave de jota le cantara hace mucho a mi abuela:
Zaragoza, Zaragoza,
flor de la jota bravía,
viste nacer a una moza
que bella cara tenía.
Tal deleite producía
el ver cara tan hermosa
que hasta la Virgen decía:
Esa moza que camina
ha nacido en Zaragoza.
Y es que, esté donde estemos, la llevamos impresa en nuestro ADN.
Por eso, de corazón, con corazón y desde el corazón, ¡feliz Día del Pilar!
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