Admito que la relación cotidiana con mis hijos rejuvenece. Así, me siento más joven cuando charlo con el mayor, ya sea de un tema intrascendente -nos preocupa demasiado cómo quedará nuestro equipo de fútbol- o de máxima importancia para todos -¡la de preguntas que formula sobre la Guerra de Ucrania!-... Me sé más activo al acompañarle a sus partidos de Balonmano o a su hermana a esas exhibiciones de Gimnasia, consciente además del beneficio que tales deportes les ofrece... Me noto más resuelto cada vez que llevo a ambos a sus clases de Música, ya sea al Trombón o al Piano respectivamente... Cuando jugamos un partido de Tenis, compartimos película con palomitas, contemplamos el cielo de otra noche de verano, paseamos por la orilla del Bernesga o coronamos alguna pequeña cumbre de nuestra inmensa montaña. En estas actividades, ¡por mí no pasan los años! Será que, a modo de reconstituyente, formulan entre todas una especie de pócima de la eterna juventud.
Sin embargo, existe otra que al realizarla con ellos parezco envejecer. Así, me siento más mayor cuando repaso las lecciones de clase a su lado. Y es que ahí me doy cuenta del abismo generacional que nos separa. Yo estudiaba con libros impresos en papel -los de ellos están metidos en su tablet-, haciendo nuestros deberes en cuadernos -ellos los redactan directamente en el ordenador-, aguardando unos días la calificación final de tantos ejercicios -ahora, en muchos casos, es casi inmediata- con lo pedagógica que resulta la paciencia, sin preocuparme de contraseñas, coberturas, wifis ni avisos a tu correo electrónico en mitad de un fin de semana y sin que eso significase que no estaba en conexión. Mientras yo moldeaba arcilla, mis hijos diseñan arte ante su pantalla. E incluso a veces parece que hablamos idiomas diferentes, pues citan términos como script, login o pasarela con absoluta naturalidad, sin que acierte a saber exactamente a qué se refieren.
No obstante, nuestra mayor diferencia asienta en el modo de estudiar. Yo lo hacía solo, pues mis padres tampoco podían ayudarme. Mis hijos -y los hijos de tantos amigos- lo hacen con apoyo paterno y/o materno, aun sin estar convencidos de que eso sea lo mejor.
Entiendo que tales cambios responden a los tiempos tan distintos que nos tocaron vivir. Lo más lógico es que todo sea lógico; que deba ser así. En cualquiera de los casos, a la hora de definirme, recurriré por si acaso a la letra del sabio Sabina: Tan joven y tan viejo, like a Rolling Stone.
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