Hace ahora 12 años, estando en la Feria del Libro de Frankfurt, intenté presentar un catálogo de mi obra a cierta agencia literaria, si bien nunca me aceptaron porque esas no eran las formas: ni tenía invitación, ni representante, ni siquiera una mínima recomendación. Tan solo aquella caja cargada de manuscritos y envuelta por la ilusión. De manera que, antes de que nos repitieran su no, decidí marchar de allí.
Casual o causalmente, al día siguiente un célebre autor de esa agencia - nada menos que Mario Vargas Llosa- obtenía el Premio Nobel de Literatura. Recuerdo que a la entrada de su stand colgaron una pancarta en la que se leía: Hoy hemos ganado un Nobel... Y en ese ejercicio de soberbia vengativa, mi ego se hizo una foto junto a ella con la siguiente leyenda: Ayer perdisteis otro.
En verdad que esta aspiración no ha existido nunca, aunque aún sobrevivan algunos ramalazos de vanidad. Así, por ejemplo, hay cierto autor a quien considero mi maestro, con quien he conversado hasta en tres ocasiones, cuyas obras he reseñado para distintos medios, que posee dedicados varios de mis libros, que yo poseo igualmente los suyos... Pues bien, tras impartir su enésimo curso de literatura al que asistía cierta amiga mía, al preguntarle esta por mí no se le ocurrió otra respuesta que decirle que ni sabe quién soy ni ha leído nunca una sola línea mía. En fin... Jamás creí que hubiera profesores que mirasen tan poco a sus alumnos. Sea como fuere, aunque le siga admirando, mi yo vanidoso relegará su último libro a la cola de los pendientes en nuestra mesilla. Cuestión de egos. Solo le salva que escribe de diez.
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