
Mi pueblo tiene arboleda sin demasiado arbolado, una plaza mayor que queda pequeña el día de la patrona, una acequia, dos caminos que no se hablan, un campo de fútbol sin goles, un río entre páramos de trigo. Una cigüeña perdida hizo del campanario su cortijo y un jilguero huérfano de emociones ameniza los paseos que conducen a la ermita.
Su aire es una mezcla de oxígeno, nitrógeno, argón y serenidad, construyendo una atmósfera de tanta armonía que los rayos de sol parecen pedir permiso cuando se asoman a él cada mañana.
Pero mi pueblo no tiene mar. De hecho, la mayoría de sus vecinos no lo había visto nunca.
Una asociación de viudas organizó una excursión de fin de semana para que lo conocieran. Se llenó un autobús y se vació un municipio aunque, sin duda, la iniciativa resultó satisfactoria.
A doña Hilaria le sorprendió que hubiese tanta agua; a la señora Matilde que, siendo tan bonito, su sabor no fuera dulce; a don Prudencio, que la arena de la playa ensuciase sus zapatillas (este hombre nunca tuvo un espíritu romántico) y a todos que las olas transmitieran esa sensación tan apacible que hasta entonces sólo habían percibido en nuestros lares...
Mis convecinos, incluido don Prudencio, regresaron maravillados de su viaje a la costa. Cierto es que son tremendamente agradecidos, pero basta con atender al modo en el que contaban su experiencia para percibir que les había fascinado.
El mar, como el amor, se erige en patrimonio universal. Es un regalo divino y nadie merece apearse de este mundo sin haberlo conocido.
En mi pueblo todos lo hemos disfrutado. Quizás por eso, desde aquella excursión en autobús, sus dos caminos han vuelto a encontrarse. Quizás por eso, desde aquel fin de semana, se sabe más sereno, más humano, más pueblo.
Nota: Fragmento incluido en mi libro El amor azul marino.