miércoles, 27 de enero de 2010

Mi pueblo

Mi pueblo es un pueblo muy pequeño, aunque no por ello deja de ser como todos los demás. Tiene un alcalde, barrigón y bigotudo, que esquiva las angustias de los plenos sobre el tapete de una mesa de mus. Un cura añejo como el buen vino, que olvidó en el desván del desuso los rituales de bodas y bautizos. Una maestra de pelo recogido que añora entre sus alumnos a esa criatura que no pudo concebir. Y un pastor, una panadera, tres hortelanos, la pareja del tricornio, millones de jubilados, y así hasta doscientos vecinos, descontando aquellos que sólo nos visitan en verano.
Mi pueblo tiene arboleda sin demasiado arbolado, una plaza mayor que queda pequeña el día de la patrona, una acequia, dos caminos que no se hablan, un campo de fútbol sin goles, un río entre páramos de trigo. Una cigüeña perdida hizo del campanario su cortijo y un jilguero huérfano de emociones ameniza los paseos que conducen a la ermita.
Su aire es una mezcla de oxígeno, nitrógeno, argón y serenidad, construyendo una atmósfera de tanta armonía que los rayos de sol parecen pedir permiso cuando se asoman a él cada mañana.
Pero mi pueblo no tiene mar. De hecho, la mayoría de sus vecinos no lo había visto nunca.
Una asociación de viudas organizó una excursión de fin de semana para que lo conocieran. Se llenó un autobús y se vació un municipio aunque, sin duda, la iniciativa resultó satisfactoria.
A doña Hilaria le sorprendió que hubiese tanta agua; a la señora Matilde que, siendo tan bonito, su sabor no fuera dulce; a don Prudencio, que la arena de la playa ensuciase sus zapatillas (este hombre nunca tuvo un espíritu romántico) y a todos que las olas transmitieran esa sensación tan apacible que hasta entonces sólo habían percibido en nuestros lares...
Mis convecinos, incluido don Prudencio, regresaron maravillados de su viaje a la costa. Cierto es que son tremendamente agradecidos, pero basta con atender al modo en el que contaban su experiencia para percibir que les había fascinado.
El mar, como el amor, se erige en patrimonio universal. Es un regalo divino y nadie merece apearse de este mundo sin haberlo conocido.
En mi pueblo todos lo hemos disfrutado. Quizás por eso, desde aquella excursión en autobús, sus dos caminos han vuelto a encontrarse. Quizás por eso, desde aquel fin de semana, se sabe más sereno, más humano, más pueblo.

Nota: Fragmento incluido en mi libro El amor azul marino.

jueves, 21 de enero de 2010

Un niño sin sombra

Atendiendo a su curriculum, Fernando León de Aranoa parece un hombre del Renacimiento. Director de cine, guionista, dibujante, ilustrador... con más de una decena de premios Goya por sus películas... Y encima, escritor. Así, además de haber publicado varios libros, ha sido premiado entre otros certámenes en el "Camilo José Cela" de cuentos y en el "Antonio Machado" de relatos.
Esta historia suya que hoy compartimos se titula Carmelo, un niño sin sombra. De entre las que le he leído, resulta mi favorita. Deseo que os guste.

Carmelo nació sin sombra. El médico se dio cuenta al instante. Se lo dijo a su padre, pero su padre no lo comprendió. Todos en su familia habían tenido sombra hasta entonces, era la primera vez que sucedía algo semejante. Miró acusador a su mujer, que no supo qué decir. A quién habrá salido, sin sombra, se preguntaba su padre desolado.
Los mejores médicos de la ciudad estudiaron su caso, pero poco pudieron hacer. Los padres de Carmelo reunieron el dinero para llevarle a otro país, donde un doctor experto en la materia había resuelto casos similares. Ha habido experiencias, les explicó, de trasplantes de sombra que se han realizado con éxito. Habrá que encontrar una que se adapte al tamaño de su hijo, a su altura, a su perfil... Pero Carmelo rechazó todas las sombras. “El de su hijo es un caso particularmente agudo”, les dijo el doctor mientras les cobraba la factura.
Carmelo creció sin sombra. Sus compañeros de escuela pronto se dieron cuenta y se reían de él. "¿Por qué yo no tengo sombra?", le preguntaba Carmelo llorando cada noche a su mamá. Porque tu corazón es tan grande y tu alma tan sencilla, le decía ella, que se puede ver a través tuyo. Carmelo se convirtió en un joven huraño, huidizo. Sólo salía a la calle los días nublados, cuando las nubes robaban las sombras a todos y hacían de él uno más.
Un maravilloso día sin sol, en un parque cercano, Carmelo conoció a Tulipán, tan llena de adolescencia, tan dulce, hermosa como una nube. Juntos hablaron y se rieron, buscaron complicidades y hallaron acuerdos, cambiaron miradas, latidos, secretos, hicieron un pacto sin ellos saberlo. Quedaron en verse otro día, en la esquina de Alameda con Hidalgo, junto a una farola y un puesto de flores, que atiende una anciana encorvada.
Carmelo aguardaba, sufría en silencio. Los días se sucedían soleados y en la radio decían que lo seguirían siendo durante mucho tiempo. La noche anterior a la cita Carmelo no pudo dormir. Rezó para que amaneciera nublado, pero no fue así. Aquel fue el día más radiante y despejado de cuantos se recuerdan en la ciudad. El cielo vistió esa mañana su mejor traje azul y Carmelo acudió a la cita, sin sombra y con miedo. A punto estuvo de pintarla en el suelo, pero desistió. Las horas, a su paso, habrían hecho girar las otras sombras dejando la suya en postiza evidencia. Y el miedo venció al amor.
Carmelo prefirió conservar intacto el recuerdo de su maravilloso y nublado encuentro, la otra tarde, en el parque. Antes de que llegara Tulipán, Carmelo, borracho de pena, se fue para siempre. Si hubiera estado allí cuando la chica apareció en la esquina, atribulada con retraso, Carmelo habría pensado que estaba aún más hermosa que la otra vez. Si hubiera estado allí, habría descubierto que Tulipán era, como él, una chica sin sombra, y que juntos, tal vez, podían haber vivido una vida maravillosa, de nublado porvenir, en algún país al norte, donde el sol, respetuoso con su amor, se lo pensara seis veces antes de salir.

domingo, 17 de enero de 2010

Solidaridad

La solidaridad no tiene cabida en un corazón pequeño. En aquellos que laten por interés, que imponen su canon para que pueda celebrarse un concierto benéfico o que, como ha ocurrido estos días, recortan con comisiones el dinero donado ante la catástrofe de Haití.
La solidaridad no consiste en hablar mucho, sino en actuar. Incluso a veces de manera callada a sabiendas de que hay desgracias para las que, simplemente, no tenemos palabras.
La solidaridad no es una moda, un gesto de conveniencia, una idea vacía.
La solidaridad ni siquiera es sólo dar... Es también devolver.

miércoles, 6 de enero de 2010

Día de Reyes

A lo largo de mi vida ha habido distintas ocasiones en las que verdaderamente me he sentido Rey Mago. La primera, en un festival del colegio con motivo de la Navidad. Yo interpreto a Melchor. Y allí, con la barba de pelo de fregona, corona de cartulina y una bolsa de basura convertida en faldón, me limito a estar inmóvil junto al portal mientras suenan los villancicos.
En verdad que me habría conformado con ser paje, pastorcillo o molinero, pero mi maestra quiso que fuera yo quien portara el cofre de oro para la estampa de aquel Nacimiento. Ha sido un premio por atender sin sonrisas a sus explicaciones...
A mamá le encantó. Desde entonces sé que la ilusión es hereditaria. ¡Se hereda de los hijos!

Nota: Fragmento perteneciente al relato Un regalo para Lida de mi libro Cartas para un país sin magia.