lunes, 27 de octubre de 2008

Mi abuela Concha

Mi abuela Concha era una devota del refranero y el santoral. “Por San Miguel, los higos son miel”, “de San Pablo en adelante no hay niebla que no levante”, “por Santa Margarita, la lluvia más que dar quita”. Conocía cada refrán de cada santo, a quien se encomendaba a diario desde su devoción. A todos menos a uno: San Valentín; aquel mártir romano que según la tradición fue ejecutado un catorce de febrero por no renunciar al cristianismo y seguir casando parejas en secreto cuando el matrimonio había sido prohibido por el emperador.
Aun siendo presentando como icono del amor, San Valentín nunca obtuvo el beneplácito de Concha. Primero, porque su existencia se ha discutido hasta tal punto que su propia festividad fue borrada del calendario eclesiástico al tratarse probablemente de un santo legendario. Segundo, porque su imagen había sido acaparada por los centros comerciales a fin de aumentar las ventas tras la cuesta de enero. Y tercero, muy importante, porque carecía de refranes.
Mi abuela acostumbraba a contarme miles de cosas que yo necesitaría cuando me hiciera mayor. De su mano aprendí a qué saben los besos (“a uvas con queso”), el lenguaje de las flores (rojo significa amor pasional, sin espinas quiere decir sin dudas) y algo de primera importancia: que cada cual administra sus sentimientos como quiere.
En su infancia tenía dos amigas: Carmen y María. La primera conservaba un tarro de cristal del Nescafé lleno de canicas; cada una de un color, recordando al de los ojos de algún familiar cercano. La segunda escondía en una caja metálica del Cola Cao cientos de mechones; cada cual de una tonalidad, simulando a la del cabello de cuantos muchachos le atraían. Y por fin, mi abuela, poseía una caja de bombones de Nestlé en la que guardaba todos los relatos, llenos de amor, humor y mar, que le escribiera ese novio llamado Ildefonso. En sus costumbres respectivas, Carmen, María y Concha convirtieron en reliquia un simple envase. Vidrio, latón y cartón elevados a la categoría de tesoro. Quizá por ello, yo acostumbre a guardar mis afectos entre las páginas de los libros que escribo.

domingo, 26 de octubre de 2008

La reseña de un amigo

Hoy, a la inversa que ayer, cuelgo de este blog la reseña que sobre mi libro "Cartas para un país sin magia" hizo mi amigo Santiago Morata (a quien auguro grandes éxitos literarios) para la Asociación Aragonesa de Escritores. Dice así:

Les voy a ser sincero. Yo, hasta que no leí el primer libro de Manuel, no sabía lo que eran los relatos cortos, salvo algún clásico y por supuesto mi admiradísimo Edgar Allan Poe, pero me limitaba a la novela y a algunos ensayos que leía por obligación. Leí el libro, pensando que iba a ser aburrido, pero me equivoqué, pues me descubrí habiendo acabado el libro y psicoanalizándome, y me encontré totalmente relajado, me di cuenta de que me había olvidado del mundo de una manera que jamás conseguí con una novela.
Así pues, todos sabemos juzgar una novela, pero, ¿en qué parámetros podemos medir la calidad de un relato corto? Pues sin duda el entretenimiento y el aislamiento del stress, y si a eso añadimos que los relatos de Manuel nos conmueven y nos hacen filosofar, que hoy en día es cualidad muy importante en estos tiempos en los que nos dan todo hecho, pues concluyo que nos encontramos ante un autor que va a dar mucho que hablar. Por eso les animo a leer relatos cortos y otros géneros aparte de la novela. Sean valientes y huyan de los formatos masivos y encontrarán pequeñas joyas, como esta y su primer libro, "El amor azul marino", ambos parte de una trilogía.
Buen medico, lo dice su currículum. Buen psicólogo debe serlo para escribir como escribe y de lo que escribe. Buen escritor, espero que lo comprueben por ustedes mismos, y buena persona, porque el hecho de dar los beneficios de sus libros a Aldeas Infantiles, entidad con la que colabora además por otras vías, lo requiere. Por eso, cuando compran este libro, hacen algo más que aumentar su cultura, y en los tiempos que corren es muy, muy loable.
Buen viajero, porque absorbe las vivencias y los escenarios y los interpreta más tarde desde la magia del recuerdo y el sentimiento, enmarcados en cuentos de pequeño formato y dulce digestión, en vez de fotocopiarnos las postales.
Asusta hasta qué punto Manuel se desnuda, y esta manera de abrir su intimidad en tan pocas letras me hace pensar que tiene unas cualidades extraordinarias. Para empezar, para hablar así de uno mismo (y de los demás) se necesita una humildad fuera de serie, y algo poco común: Saber escuchar.
Libro de viajes y sentimientos a partes iguales. Combina la sencillez de un ser sin maldad con la complejidad de los sentimientos que describe. Pienso que resulta difícil describir sentimientos tan profundos con tan pocas palabras y sin caer en tópicos, y Manuel lo logra, lo que requiere un dominio absoluto del lenguaje y una madurez literaria y personal. A mí, que escribo en formatos muy amplios, la literatura de Manuel me resulta casi poética.
Hay un tópico que se suele cumplir: Dice que los escritores estamos locos (será verdad porque a mi me lo dicen todos los días) pero en el caso de Manuel no se cumple, pues su escritura denota una cordura y una sencilla humanidad que nos pone en evidencia a los locos. Le califican como el nuevo Paulo Coelho. No es descabellado.

sábado, 25 de octubre de 2008

La sombra del faraón

Si existiera un “Manual del buen crítico literario” que estableciese las normas a seguir al hacer una reseña es probable que al menos contuviera los puntos siguientes:
1. Leer el libro con dedicación, sea cual sea su género, su temática, su diseño o su grosor.
2. Hacerlo desde la perspectiva de lector, no de crítico. Al fin y al cabo quien acceda a nuestras impresiones será otro lector en potencia.
3. Ser honesto en cada comentario, pues sobre esa virtud reposa nuestra credibilidad.
Es posible que aquel supuesto “Manual” recogiera algún punto más: parecer concretos, amenos y estructurados, no desvelar el final de la trama, admitir posibles críticas a la crítica y, quizás, no enjuiciar nunca la obra de los amigos.
Basándome de manera figurada en ese listado, admito que al preparar la reseña de “La sombra del faraón” (Ediciones B), segunda novela del escritor zaragozano Santiago Morata, fui cumpliendo con esos puntos de manera sistemática. Y así, comencé por la propia nota de su contraportada: “En el convulso período del reinado de Akhenatón, el más particular y carismático de los faraones del antiguo Egipto, el joven Pi es elegido por el príncipe Tutankhamón como su sirviente personal”. En efecto, se trata de una novela histórica enmarcada en un momento crítico de la Historia: el de los Faraones herejes. Aquellos que rompieron con la supremacía del dios guerrero Amón, a favor del bondadoso dios Atón. Todo un reto, tanto para el autor como para sus lectores.
Luego, en apenas dos tirones, leí las más de 400 páginas en las que Morata “nos transporta magistralmente a un tiempo y un lugar sorprendentes”. Su lenguaje cuidado, moderno y sencillo, los diálogos ágiles, una trama original que procura ser respetuosa con la Historia y un joven protagonista que nos atrapa con sus andanzas, hicieron que desde el principio me enganchara a su lectura. Poco a poco fui introduciéndome en la magia del antiguo Egipto para descubrir las propuestas del autor: “el papel desempeñado por Nefertiti, la controvertida muerte de Tutankhamón, la relación entre dioses y faraones”. Y poco a poco también fui constatando como Pi, narrador y personaje principal de la novela, crecía a través de ella repartiendo su protagonismo entre el resto de los personajes: el venerado AkhenAtón, un caprichoso TutankhAmón (“Mi luz”, con el que compartiera tanto), la sin par Nefertiti (siempre presente, tratada con una soltura exquisita), el general Horemheb… e incluso algún otro ficticio que enriquece la obra como el soldado Sur o el patriarca José.
Porque a pesar de la grandeza de estos, Pi se erige en el eje central de la historia. Una figura que desborda empatía, un niño en un momento convulso, una sombra entre luces, un sirviente compartiendo vida con los hijos del faraón, un guerrero sin poder y sin embargo tan poderoso. Es el hilo que teje la trama, la voz en primera persona que engarza a unos y a otros. Desde él, Morata demuestra su madurez literaria consiguiendo hábilmente lo que pretende: narrar su visión de lo ocurrido en aquel complejo período, retratar con maestría a sus actores (centrándose en su lado más humano, incluyendo ritos y estilos de vida), compartir leyendas mitológicas (fruto de su investigación histórica durante la preparación de la novela), ensalzar valores (desde la amistad hasta el amor, reservando a la propia niñez un lugar prioritario), describir con sutileza y naturalidad las escenas de erotismo, revelar esa historia pasional entre Pi y Nefertiti, rubricar la novela con un cierre sorprendente… Y, cómo no, su principal objetivo: entretener de principio a fin.
Como lector he de confesar que “La sombra del faraón” me ha instruido mucho sobre los distintos aspectos de la época que aborda. Me gusta lo que cuenta y cómo lo cuenta. Pero, lo mejor, me ha entretenido muchísimo. Por ello, recomiendo expresamente su lectura.
Volviendo al principio, a aquel supuesto “Manual del buen crítico literario”, creo haber realizado esta reseña cumpliendo todos sus puntos. Quizás no respetara el de abstenerme de hacer crítica a la obra de un amigo, y Santiago Morata lo es. Sin embargo, me da que tengo bula. Porque leyendo “La sombra del faraón” me sumergí tanto en su historia, que acabé incluso olvidando ese pequeño detalle.
Nota: Reseña publicada en la web de la Asociación Aragonesa de Escritores, en fecha 29 de septiembre de 2008.