En ese confesionario en el que a veces convertimos el momento de la cena, nuestro Principito nos ha revelado que como en el cole no pueden practicar deportes de equipo, a lo que más juegan en su recreo es a policías y ladrones. Eso sí: dado que con eso del Coronavirus no se pueden acercar mucho, lo mejor es ser caco pues casi nunca te pillan.
La Sirenita nos contaba que hoy jugaron a ir a clase. De manera que antes de entrar tomaban la temperatura con un termómetro de mentira, ponían su mascarilla, echaban gel imaginario en cada mano y si alguna tosía debería volver a casa.
Y es que en su condición de esponja, los niños juegan a lo que ven.
Incluso aquel abuelo que me habló de una guerra, decía que los chavales de entonces jugaban a esconderse en casetas de cartón para huir de los bombardeos que en sus sueños ideaban.
De ahí que los pequeños sean un grupo tan vulnerable, que debamos extremar nuestro cuidado con ellos. Y más con todo cuanto están viviendo en esta pandemia: durante el confinamiento fueron los últimos a los que se les permitió salir -por detrás incluso de las mascotas-, sus parques siguen cerrados -a diferencia de las salas de juegos de los mayores-, las horas de mascarilla llevan camino de prorrogarse... Y sé por mi trabajo que a más de un chiquillo no se le ha considerado su exención por considerarse otro capricho infantil.
Por eso quisiera que esta entrada les sirviese de homenaje. Por ser como son, por ser nuestro futuro, por ser simplemente niños. Y también, como adulto, para pedirles perdón; porque a menudo adoptamos decisiones en su nombre, cuando en verdad en quien estamos pensando es tan solo en nosotros.