Cuentan
que me contaron que en cierta aldea lejana vivía un hacendado muy tacaño que se
pasaba la vida obsesionado por el dinero. Corría el rumor de que, ya anciano,
no se casó nunca para no tener que pagar la boda; e incluso había quien
apuntaba que jamás desperdició mendrugo alguno por muy duro que estuviese. Y es que nadie es más flaco de
espíritu que quien se alimenta solo de sí mismo.
Cada noche, después de recorrer sus tierras de sol
a sol, contaba minucioso las monedas que guardaba en aquel cofre debajo de su
colchón.
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con esta,
cincuenta doblones de oro!
Así una noche, y otra, y otra.
En alguna parcela próxima a su casa residía un
joven aguador, que dedicaba su tiempo a sacar agua del pozo para venderla por
cuartas a la gente del lugar. Desde la humildad de su trabajo, procuraba
ingeniárselas para salir adelante declarando las propiedades curativas de
líquido tan singular.
- Agua preventiva contra el dolor de cabeza,
indigestiones, apatías, dolencias articulares, piedras en el riñón, mal de
amores… –voceaba por las calles, resumiendo cualquier compendio de Medicina.
En cierta ocasión trató de ofrecerle una muestra a
su vecino, pero este le echó de malas maneras alegando que su agua no tenía
valor alguno más allá de que sirviese para fregar.
- Y lárgate
pronto, limosnero, ¡que no llevo suelto!
A veces el dinero llega antes a los sitios que la
buena educación.
Aun cuando no era persona especialmente rencorosa,
aquel aguador decidió vengar tal desaire para dar a ese vecino un escarmiento.
De manera que, sabiendo de su carácter huraño y aprovechando que era noche de
Luna llena, le hizo creer que en el fondo de su pozo había una moneda de
enormes dimensiones.
- ¡Así de grande! –le explicaba entusiasmado mientras
abría sus brazos-. Un doblón del mejor platino, que no vendería por nada del
mundo.
Tentado por esa información, el avaro señor pidió
al muchacho poder verla, para comprobar por sí mismo semejante maravilla. ¡Y
que fuera cuanto antes, que si el tiempo es oro, perderlo puede ser ruinoso!
- De acuerdo –le respondió-. Iremos juntos esta misma
noche, si bien no podrás tocarla ni acercarte más allá de donde te diga.
Una hora después de atardecer, conforme a lo que
habían dispuesto, ambos vecinos se reunieron a medio camino de sus fincas.
Desde allí, aprovechando la luminosidad reinante, acudieron hasta el pozo. Y
estando a dos pasos de él, sin que ninguno se aproximara ni un centímetro más
de lo acordado, comprobaron cómo –efectivamente- relucía en su superficie una
moneda gigante.
- La quiero para mí –murmuró el hacendado-. Le
ofreceré a cambio un solo doblón por ella y de seguro que, estando tan
necesitado, el muchacho aceptará –pensó
para sí mismo, convencido de que quien pone el dinero debería poner las normas.
Mas cuando le hizo su oferta, el aguador respondió
contundente:
- Solo la cambiaría por cincuenta.
- ¡Cincuenta! –exclamó con una mezcla de ira e
incredulidad.
El anciano hizo cuentas de memoria sobre el valor
de aquella pieza que flotaba en el agua. Medio centenar de doblones parecían
demasiado, los ahorros de toda su vida, el motivo último para seguir viviendo.
No obstante, el valor de esa otra que relucía en el pozo parecía con mucho
superior. Aun cuando trató de rebajar ese precio con argumentos de pobre, el
joven se mantuvo en su exigencia. Así que no tuvo más remedio que aceptar:
- ¡Una, dos… veintinueve, treinta…Y con esta,
cincuenta doblones de oro!
La avaricia suele ser muy convincente.
De manera que el hacendado contaba aquella noche su
tesoro por última vez, mientras se lo daba al aguador a cambio de la moneda más
enorme que jamás hubiera imaginado.
Pero al correr para tomarla descubrió que la misma
no existía, que era simplemente el reflejo de la Luna llena sobre el agua, y
que le habían engañado como a un niño para quedarse con sus caudales. Tanta
usura, sin duda, le había jugado una mala pasada.
Roído por los nervios, mientras maldecía entre
gritos su ventura e insultaba a su vecino, este apareció de nuevo.
- No quiero tu dinero, sino tu respeto –dijo con
talante serio, mientras se lo devolvía-. Aquí lo dejo, es tuyo. Tan solo
pretendo demostrarte que hay cosas más importantes que lo que puedas guardar en
un cofre… Que la codicia nos ciega con frecuencia, haciéndonos ver tesoros
donde apenas hay reflejos… Que no puedes considerar a nadie menos que tú porque
en apariencia posea menos que tú… Y que jamás debes burlarte de ninguno cuando
se gana la vida honradamente.
¡Que tus pasiones no te
esclavicen, que tus virtudes no nos humillen!
El anciano, conmovido por esas palabras, rompió a
llorar. En principio se apresuró a retirar los doblones para guardarlos en su
caja. No obstante, antes de acabar la cuenta, decidió entregarle un puñado a
aquel muchacho que le había dado semejante lección.
Durante unos días, ya sin retos ni rencores, ambos
compartieron charlas, bromas, pan con queso, algún paseo hasta el pozo… Y tan
buena relación hicieron que, a la Luna siguiente, aquel anciano acudió a la
notaría de la aldea para nombrar como heredero a su vecino. Tanta generosidad,
sin duda, le había jugado una buena pasada.
Así acaba esta historia que yo guardo en mi
memoria… Y comieran o no perdices, sé de buena tinta que todos fueron felices.
Nota: Cuento titulado Mi moneda en tu pozo, incluido en mi libro Catorce lunas llenas, con ilustraciones del genial Lolo.
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