martes, 6 de enero de 2009

Noche de Reyes

Sé que el mundo no está para muchos cuentos, que a estas horas hay lugares en los que la guerra y derivados campan a sus anchas. Admito que en esas condiciones no importa demasiado lo que diga; ni siquiera recordar que siempre fue en una Noche de Reyes cuando empecé a escribir mis libros. La del 2004: El amor azul marino. La del 2006: Cartas para un país sin magia. La del 2007: Mi planeta de chocolate. En ésta del 2009 he redactado unas líneas... pero sobre todo he leído y releído. Entre otros, un cuento que escribí tal día como hoy hace cinco años y que dice asi:

La noche del cinco de enero siempre llegó a mi casa, como a tantas casas del mundo, cargada de magia e ilusión. De pequeño, justo antes de acostarnos, los tres hermanos disponíamos un sofá con nuestros nombres, unos zapatos, turrón y vino para los Reyes, y alfalfa para sus camellos.
Ya en la cama, con independencia de lo que hubiera escrito en mi carta, requería de cada uno un deseo particular.
No acierto a saber por qué, Melchor fue siempre mi favorito. Tal vez por eso le pedía suerte para todo aquello que tuviera que ver conmigo: los exámenes de matemáticas, los juegos en el recreo o cualquiera de los retos que me hubiera propuesto para el año venidero.
A Gaspar le reclamaba esa misma gracia para familia y amigos: que además de juntos estuviésemos unidos, que siguiéramos siendo felices, que no hubiese ausencias en nuestras citas.
Y para Baltasar reservaba las peticiones que permitieran que este mundo en que vivimos se sintiese cada día más humano: libertad donde no la hubiera, respeto en las diferencias, sobredosis de tolerancia para los intolerantes.
Todavía recuerdo la madrugada en que les oí llegar al balcón de mi casa. Fue el año que trajeron la primera bicicleta y quizá por ello hicieron más ruido de lo normal. Atónito de curiosidad permanecí quieto en la cama a la espera de que el resto despertase. Me alegró saber que papá también les había sentido.
Tampoco olvidaré la merienda en la que Andresito proclamaba que los Reyes no existían.
- ¿Cómo podéis creer esa tontería? Los regalos los compran vuestros padres y los de la cabalgata son señores disfrazados. Fijaos en el negrito y veréis que va pintado de betún.
- ¡Qué no es así! -le decía yo al resto de la pandilla-. Que si algo es un invento, son los padres, no los Magos.
Poco me importaba con doce años ser el único niño de la clase que seguía creyendo en esa tradición. E incluso cuando mamá nos lo confesó (es probable que se sintiera obligada al verme el más mayor de cuantos chavales guardaban fila para entregar su carta a los pajes) pensé que había algo en esa noche que sólo podía entenderse con una perspectiva de ilusión.
Desde entonces, en mi nómina de demandas a los Magos de Oriente ha habido de todo: salud, patines, trabajo, dinero, cajas con lazo, sin lazo, paz, amor... ¡La de cosas que se perdió el listillo de Andresito!
Sin embargo en esta ocasión, tras dos años consecutivos de adioses sentidos, decidí por vez primera romper el ritual, no montando el sofá del salón ni pidiendo nada a nadie para que nada pudiera perder.
Así que cené, me asomé en la disquetera al preludio de un concierto y acudí a la cama a la hora de costumbre sin recordar que esa noche había sido siempre la más singular.
Aun cuando pueda parecer consecuencia de la ficción o de las pastillas con las que a veces engaño a la ansiedad, he de reconocer que quedé dormido de inmediato y empecé a soñar como en mis tiempos de crío.
El primero que apareció en sueños fue el Rey Melchor. Vestía ropa informal en una ciudad repleta, pero lo reconocí enseguida por la ternura de su mirada. Nos saludamos como viejos amigos y comentó:
- Manuel, ¿por qué esta vez no has pedido nada?, ¿quieres alguna cosa para ti?
Tras un instante de silencio respondí que no pues lo que verdaderamente deseaba se lo había llevado el pasado de manera irremediable. No obstante, le dije que si en alguna ocasión pudiera elegir dónde vivir me gustaría hacerlo en un mundo sin Memoria. Un universo carente de vivencias, sin recuerdos, para que no sobrevinieran las desgracias del ayer, para que nadie empuñara un rifle por algo que sucedió hace siglos, para que ningún alma guardase un reproche en su interior.
Melchor quedó desconcertado y, tomando mi brazo, me llevó ante las puertas de un asilo. A través de sus verjas contemplé unos cuerpos tibios, inmutables, carentes de sensaciones. Sin lágrimas ni sonrojo, sin luces ni sombras, aguardaban silentes en un solar detenido junto al andén del Alzheimer.
- Dentro de ese recinto no existe la Memoria -asentó su Majestad-. Cierto es que ningún demente recuerda sus penurias, pero tampoco sus venturas y alegrías. ¡Y la vida está llena de éstas! Porque saber vivir consiste precisamente en eso, en aprender de los errores y disfrutar de todo lo bueno que se te ofrece. No permitiré que reniegues nunca del legado maravilloso de quienes ya no te acompañan. Ése será mi regalo para ti.
Dicho esto, me dedicó su sonrisa más tierna y se alejó.
Apenas un instante después apareció el Rey Gaspar. Lucía traje de serie, si bien la dulzura de su voz resultaba inconfundible. Tras estrechar nuestras manos preguntó con voz templada:
- Manuel, ¿por qué esta vez no has pedido nada?, ¿quieres alguna cosa para tu familia o tus amigos?
Dije de nuevo que no, aun cuando advertí que si en alguna ocasión pudiera elegir dónde vivir querría hacerlo junto a ellos en un mundo sin Pensamiento. Un lugar en el que no hubiera premisas, motivos ni consecuencias. Un sitio vetado a las dobles intenciones, a interpretaciones perniciosas, a empecinamientos por entender las decisiones del corazón.
Gaspar quedó perplejo con mi respuesta, invitándome a visitar la vieja factoría de la esquina. En ella, una legión de obreros anónimos suplía su eslabón en la cadena bajo la mirada desafiante del patrón. Sobre los muros, tallado en sudor y sangre, el lema de la empresa: “Pagamos por trabajar, no por pensar”. Tal vez por eso nadie habla, nadie transmite, nadie sonríe, en una atmósfera viciada de amianto y sinrazón.
- El Pensamiento nos hace humanos -replicó el Mago- y no puedes repudiarlo sin renegar de tu condición de persona. Pensar es una virtud extraordinaria que te hace libre y, con ello, más feliz. Ejércela desde la conciencia y tus actos serán nobles. No te obsesiones con el pasado y afronta de cara el día a día. Prometo ayudarte en esta empresa pues ése será mi regalo para ti.
Dicho esto, dibujó una mueca colmada de cariño para volver a desvanecerse entre la multitud.
Casi simultáneamente apareció el Rey Baltasar, con túnica de colores y un turbante carmesí. Nos abrazamos, mostró su alegría al verme y planteó en tono efusivo:
- Manuel, ¿por qué esta vez no has pedido nada?, ¿quieres alguna cosa para el resto de la Humanidad?
Respondí con un escueto no, pese a señalarle que si en alguna ocasión pudiera escoger un mundo para ella lo elegiría carente de Amor. Para que así no hubiera desengaños, idilios imposibles, desenlaces amargos. Un cosmos racional en el que dos y dos siempre fueran cuatro, en el que las pasiones no se vivieran como tragedias y en el que el cariño fuese el afecto sumo al que una persona pudiera llegar.
Ante estos argumentos el bueno de Baltasar palideció y, tras insistir en que le siguiera, me llevó a los extramuros de la ciudad. Allí me mostró un desierto inhóspito, sin pulso, sin gana.
- Eso es lo que pides -contestó-. Un ente muerto en el que nada resulta posible. El Amor es la esencia de la vida y por ello no debes exiliarlo de tu corazón. Ama de manera sencilla las cosas sencillas, apasiónate con aquello que merezca tu pasión, disfruta cada momento sin nostalgias ni reservas. Pero sobre todo nunca te olvides de amarte también a ti, a tu vida, a tus circunstancias. Yo estaré contigo en este envite pues ése, precisamente, será mi regalo para ti.
Dicho esto, despidiéndose con un guiño, regresó a la ciudad.
Al despertar el día seis por la mañana comencé a acordarme de los míos (incluidos mis padres, a los que siempre he sentido muy cerquita), de tantos amigos, de mí mismo. Pensé en las muchas cosas que me unían a ellos, en los proyectos que todavía nos quedan por compartir. Me sentí dichoso con el nuevo amanecer y advertí que en ese sentimiento había mucho amor.
Y es que estaba descubriendo que, a pesar de no ponerles vino ni turrón en el sofá, esa noche los Tres Magos habían vuelto a pasarse por mi casa.

Nota: Texto perteneciente al cuento Noche de Reyes incluido en mi primer libro El amor azul marino.

1 comentario:

Manuel Cortés Blanco dijo...

Holas de nuevo:
Dejaros en este comentario algunas de las reseñas publicadas sobre "Mi planeta de chocolate".

http://www.estrelladigital.es/ED/diario/61440.asp
http://www.noticiasirreverentes.com/datos/Chocolate3.html
http://www.diariodirecto.com/libros//2008/12/23/mi-planeta-chocolate-858120143413.html

De momento vamos bien.
Seguiremos informando.
Un abrazo.