La quinta ola de ese maremoto llamado COVID19 se está cebando de manera especial con nuestros jóvenes. Y así, si la población mayor de 50 años se mueve actualmente en un riesgo bajo -menos de 50 casos por cada 100.000 habitantes-, entre los menores de 30 la incidencia acumulada ronda los 400 casos por cada 100.000, muy por encima del considerado riesgo extremo. Dicha tendencia se constata a diario en las declaraciones que llegan a cualquier Sección de Epidemiología, en los screening masivos para detectar posibles casos -en el habido ayer en mi ciudad, prácticamente un 10% de los jóvenes asistentes dieron positivo en el Test de Antígenos realizado- o en las alertas de otra guardia epidemiológica como la vivida esta misma semana. Fiestas fin de curso, viajes de estudios, botellones, su mayor sociabilidad a las puertas del verano o el hecho de que muchos sean asintomáticos, han desbocado la pandemia entre chicos y chicas de 12 a 29 años. El macrobrote ocurrido en Mallorca, con casi 2.000 afectados de doce Comunidades -entre ellos, la nuestra, con la consecuente sobrecarga que tan solo sus rastreos conllevan- y unos 6.000 contactos estrechos, constituye el ejemplo más grotesco de tal realidad.
Aunque este incremento de contagios no se haya traducido en un aumento de la morbimortalidad, ingresos hospitalarios o presión asistencial en UCI, y tampoco vaya a cambiar la estrategia vacunal -se seguirá acometiendo la segunda dosis de los mayores, por presentar más riesgos ante una infección-, resulta necesario insistir a este grupo poblacional en el mantenimiento de las medidas preventivas frente a Coronavirus, tantas veces repetidas; concienciarles de su importancia, máxime cuando no han podido aprovecharse de los beneficios evidentes que proporcionan las vacunas... Y más aún, cuando la vacunación del grueso de este grupo poblacional no será previsiblemente hasta finales del próximo mes.
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