Aun estando parado en demasiados aspectos -todavía queda tiempo para que regrese como antaño a las redes sociales- y yendo cada día a ese Servicio de Rehabilitación del Hospital de León dotado de unas profesionales maravillosas, me sigo sintiendo dolorido. Pero más que por una aflicción física derivada de esa lesión que se ha venido de okupa a mi columna cervical, por un dolor interno que acumula todo cuanto está sucediendo en Ucrania. Se me ocurren tantos adjetivos para describir lo que sentimos, que soy incapaz de digerir ninguno. ¡Qué horror!
Yo, que en primera persona he asistido como sanitario a zonas de conflicto, puedo asegurar que no hay mayor locura que la guerra. Nada más tétrico, más irracional, más inhumano. Nada desgarra tanto a quien la vive de cerca, nada te hace perder literalmente todo. Nada te marca así. Es el triunfo de la arrogancia, del caos, del miedo. Desde luego, ni punto de comparación con otras catástrofes -naturales o incluso de origen humano- en las que hubiese podido estar.
De ahí que mi pensamiento esté ahora mismo junto a aquellos que la sufren, con los ciudadanos ucranianos que hasta hace tan poco vivían una normalidad similar a la nuestra y hoy duermen en los andenes del metro para refugiarse ante los bombardeos, frente a cada uno de esos refugiados que salieron de su casa, quizá para no volver jamás... De ahí que mi grito, tan sencillo como sincero, sea de PAZ: paz con nosotros mismos, en nuestros hogares, entre los pueblos. ¡Que reine ese valor, a modo de columna vertebral, sobre la que asientan los demás valores! Y es que, parafraseando la cita de aquel genio llamado Einstein, cuando me preguntan sobre algún arma capaz de contrarrestar el poder de las bombas, yo sugiero la mejor de todas: la Paz.
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